Manifiesto humanista

Manifiesto humanista

Miguel Palma

        Tengamos las cosas en común, pues hemos nacido para la comunidad. Nuestra sociedad es muy semejante al abovedado, que debiendo desplomarse si unas piedras no sostuvieran a otras, se aguanta por ese apoyo mutuo.

Lucio Anneo Séneca. Epístolas morales a Lucilio, XV, 95, 52-53


La humanidad atraviesa un periodo en el que las dificultades más grandes, los dilemas de mayor profundidad y problematicidad, son ignorados. Un mal universal puede hoy ser completamente obviado con tal de que no se introduzca en la esfera privada de la cotidianidad y acabe afectando al curso normal de los acontecimientos de la vida individual. Vemos a diario en la televisión o en los periódicos ráfagas de imágenes, píldoras de horror ajeno, y atendemos a ellas como si se tratasen de problemas de una otredad: el sentimiento de unidad, de pertenencia a un único sistema humano, se halla perdido en los confines de nuestra conciencia. Hace siglos que emprendió un camino cuyo retorno se ha perdido por completo: el paradero del humanismo es hoy desconocido. Por triste que parezca, no es difícil hallarle la lógica esto: atajar un mal universal desde la praxis y la acción de echar la vista a un lado es mucho más fácil que atacar la raíz de la que este brota repetidamente, ya que una acción que requiera un nivel de preparación intelectual y moral superior tiene mucho menos impacto en nuestras emociones, la columna vertebral de nuestra sociedad. Las grandes causas, como la justicia, el bien o la belleza, reivindicadas desde aquella era platónica de la Antigüedad clásica, hace largo tiempo que se perdieron en las arcanas entrañas de la naturaleza antropológica. El proceso de atomización universal al que hemos sido sometidos en las últimas décadas, con la creciente tecnificación de la vida y el auge de una teleología universal de carácter utilitarista, ha consolidado la visión de los individuos como parte de una cadena productiva sin fin en la que ni siquiera tenemos tiempo para reflexionar qué es aquello que nos une a los demás. El tiempo, bien necesario y preciado desde los remotos orígenes de la historia de nuestra especie, nos ha sido robado en aras de la perpetuación de un sistema fratricida y liberticida. Él, que era fuente de sosiego y posibilitador de libertades mediante la contemplación y el estudio, ha muerto: la búsqueda del tiempo perdido ya ni siquiera nos importa, quizás porque ni tan siquiera somos conscientes de su existencia. 


La libertad, por cuya extensión suprema no hace mucho morían los hombres, ha quedado atrás en beneficio de los pequeños placeres inmediatos. Se grita, sin duda, “viva la libertad”, e incluso se articulan campañas políticas en torno a la misma, pero la reflexión verdadera y necesaria sobre su esencia no se halla en ninguna parte: tampoco somos conscientes, quizás por voluntad de desconocimiento o por comodidad intelectual, de qué es lo que esta implica. Brutales líderes mesiánicos, alérgicos al diálogo, se han alzado con éxito presentándose ante nosotros como salvadores y han colmado de poder sus propias personas, espoleados por el incesante saqueo de “humanidad” al que hemos sido sometidos desde hace ya largo tiempo, destruyéndola así desde dentro, tal y como expresó María Zambrano en La agonía de Europa (1945):


En el terreno de la vida histórica, las enemistades más efectivas, más tercas, no irrumpen por fuera, sino que van a instalarse allá en lo hondo, corrompiendo el principio mismo actuante. Luego surgen en la superficie que se deshace. Y el enemigo, que tuvo buen cuidado de infectar las raíces, puede llegar entonces hasta con la apariencia de un salvador. No tuvo esto presente la buena fe racionalista que suponía que la historia, los asuntos humanos, marchaban transparentemente con la sencilla complicación de los fenómenos físicos. Pero allí donde comienza la vida, comienza la astucia, la capacidad de disimulo, la potencia de fabricar caretas superpuestas. Buena fe en la simplicidad y transparencia natural de las cosas que dejó al pensamiento europeo inerme ante las nuevas máscaras encubridoras ya del más negro vacío.


Los hombres de hoy miran al ahora en lugar de al mañana. Hemos dado un lacrimoso salto civilizatorio: la historia de la humanidad ha terminado. Lo que ahora contemplamos, aquello sobre lo que hoy nos edificamos, no es más que el comienzo de la historia de la inhumanidad, en la que los valores que siempre se habían tenido en alta estima no solo han desaparecido de la vida, sino que han sido olvidados sin siquiera dejar rastros vestigiales en la memoria. El avance sin freno del fomento del desconocimiento carcome poco a poco la estructura del saber histórico sobre el que continuamente, tras el paso de cada acontecimiento, tenemos el deber de constituirnos como conjunto indisoluble. Un hedonismo exacerbado se ha enquistado en el tejido social mismo de nuestra especie: el placer por el efímero “ya” nos lleva a desatender aquellas tareas que tendríamos que realizar para evitar el sufrimiento del prolongado “después”. Hoy somos incapaces de reflexionar acerca de nosotros mismos mirando al “ayer” o al “mañana”, ya que estas coordenadas temporales han sido sustituidas por el “ahora”. La bruma de la productividad y el efectismo ha nublado y atrofiado nuestra capacidad para ver con una perspectiva de futuro común, limitando nuestro horizonte perceptivo y haciendo que el ser humano no se atreva a pensar en unos beneficios últimos que redunden finalmente en un bienestar social, sino más bien en uno personalísimo y excluyente. El hombre contemporáneo se caracteriza por su condición de isla: se percibe a sí mismo como alejado e incomunicado, ajeno a su vecino y a sus problemas. Las relaciones sociales, ya sean de carácter amistoso o afectivo, han sufrido un grave proceso de capitalización: prima el léxico relativo al uso, la utilización, el pragmatismo, la compatibilidad, la aplicación, el para qué en lugar del por qué. Los proyectos individuales pisotean los comunes: es el mal del efectismo y el imperio de las apariencias, que se fundamenta en un poso de egoísmo caprichoso. No sabemos apreciar a nuestros compañeros como fines en sí mismos cuya presencia en nuestras vidas resuena melódicamente en nuestra interioridad, sino como medios que, una vez alcanzado el fin requerido, serán desechados, olvidados y despreciados por el crecimiento de un espacio individual que no entiende la riqueza vital de la diversidad que habita en la otredad, en la pluralidad de la exterioridad. 


La enfermedad o el conflicto, de repente, parecen ser hoy solamente cuestiones individuales: el diccionario se va vaciando de significado conforme sustantivos colectivos referidos a realidades comunes se obvian y se pisotean de forma deliberada: epidemia o guerra son ya términos cuyo significado ni siquiera logramos asociar con una realidad en ebullición que nos afecta más de lo que desearíamos creer. El lenguaje va perdiendo su sentido conforme se desliga de la palpable facticidad del mundo a la que un día trató de designar y encapsular. Lo lingüístico y lo cultural, con celeridad, se transforman en una cuestión ajena a la vida del hombre para, desgraciadamente, sublimarse y pasar a ser, a ojos de todos, una mera cuestión de refinamiento de las capacidades intelectuales individuales. Se desprecia el estudio riguroso de las artes, de las humanidades o de las ciencias por no tener, aparentemente, un beneficio económico personal inmediato, ignorando algo mucho más valioso: el vínculo que estos saberes nos hacen establecer con todos aquellos que nos precedieron y trataron de hacer del mundo el lugar algo más plácido en el que habitamos hoy. El ser humano de hoy es desagradecido, ya que desconoce las gestas que tuvieron que llevarse a cabo para que llegara su inconscientemente preciada comodidad. Hemos desechado, por la devastación que han sufrido el saber y la noción de lo colectivo, la misión que nos encomienda el pasado: la necesidad de enfrentarnos a la adversidad que a todos, colectivamente, nos daña, para así poder medrar también como individuos. Porque sí, lo individual y lo colectivo constituyen una y la misma cosa, una unidad inseparable. La felicidad o la libertad, que en algún momento fueron fines cuya consecución solamente era posible mediante la acción de ciertos medios, hoy son maltratados, vilipendiados y sacrificados en aras de un fin económico que únicamente desvitaliza a la inmensidad del género humano. 


Hoy, por el triunfo de la velocidad y la inmediatez, nos vemos inmersos en una profunda crisis comunitaria que halla su razón de ser en la desafección que sentimos respecto al prójimo, en la indiferencia que reina en nuestras relaciones sociales, en la sacralización del beneficio instantáneo que repercute exclusivamente en “uno mismo”, en el egoísmo. Hemos hecho de nuestra identidad y de la consiguiente disgregación que esta implica el supremo valor vital y civilizatorio, olvidando así la amistad, el cuidado mutuo sobre el que se ha asentado el progreso de una sociedad, de una comunidad, la nuestra, que debe sus éxitos al triunfo del diálogo, el uso colectivo del lenguaje, y la racionalidad, los componentes indispensables del ámbito de la posibilidad, el líquido amniótico necesario para que se geste la propia existencia de la libertad a la que hemos de aspirar. No haríamos mal si, erradicando primero la religiosidad de su mensaje, hiciéramos caso al talante ecuménico de san Pablo y lográramos constituir un proyecto universal de humanidad fundamentado en la formación de una unidad que halle su expresión más sincera y hermosa en la profunda diversidad de sus elementos internos; elementos que, a su vez, pese a sus enormes diferencias, pudieran lograr unificarse para dar lugar a una completa y funcional armonía. Saadi de Shiraz, clásico medieval, lo expresaba de la siguiente forma: “Todos los seres humanos somos parte de un mismo cuerpo. Cuando la vida afecta a un miembro, el resto del cuerpo sufre por igual. Si no te afecta el dolor de los demás, es que no mereces llamarte humano”. Terencio, de una forma más breve, también lo expresó: “Soy un hombre, nada humano me es ajeno” (Homo sum; nihil humani a me alienum puto).


En definitiva, sería bueno un retorno a la propuesta averroísta de un monopsiquismo, de un alma común a toda la humanidad. La democracia, cuya estabilidad depende en buena parte de que todos aquellos que conformamos el demos (δῆμος) tengamos un proyecto común de futuro, se vería notablemente beneficiada si la concepción de la individualidad como una expresión peculiarísima y a la vez dependiente de una gran colectividad entreverada y diseñada por su historia, la humanidad, se asentase en nuestro mundo. ¿Qué sería un océano si todas las gotas de agua se hallaran separadas por vacío? ¿Acaso podría considerarse una masa uniforme de agua, adecuándose a su definición más rigurosa? Cabe aquí la duda; las gotas de agua “serían” única y exclusivamente de forma química, molecular, pero perderían su “condición oceánica”. De la misma forma, una generalidad humana en la que sus componentes no se hallen unidos perdería la condición de humanidad, al desaparecer la realidad material que aporta sentido fáctico al término. De este modo, con una disgregación de los individuos en microcosmos independientes, solo sería posible concebir al hombre como un organismo biológico que ha transitado por el camino de la evolución, un superviviente de las hostilidades de la realidad, y no el ser viviente que, en el sentido más social del término, ha tratado de ser a lo largo de los tiempos. Debemos nuestra común naturaleza identitaria a la existencia de esa cohesión, a la colaboración y la amistad entre todos nosotros. La existencia de la humanidad es aquello que nos permite pasar de la supervivencia, condición a la que están supeditados todos los seres que habitan en nuestro planeta, a la vivencia, que entraña una complejidad determinada por la realidad histórico-social que a lo largo de los milenios se ha asentado. Y de ella dependen, en buena medida, nuestros pensamientos, nuestra forma de actuar e incluso de sentir. Destruyéndola, lo único que lograremos será una involución, una disgregación, una pérdida de humanidad, una devastación de esta identidad que, ahora sí, es imprescindible para nuestra permanencia en un mundo de significados entre los que se encuentran la belleza, felicidad, disfrute y pensamiento. Tratemos de evitar su desaparición, recuperemos el tiempo perdido, restablezcamos los lazos rotos, fortalezcamos la democracia. Viremos hacia el humanismo.

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