Humanismo en tiempos de inhumanidad

Humanismo en tiempos de inhumanidad


Miguel Palma


A veces me pregunto cómo hemos llegado hasta aquí, siendo que el camino idóneo no era tan difícil de vislumbrar. Veo el río escarlata que emana de Gaza y el olor a plomo que desprende Ucrania y siento una profunda sensación de orfandad total, una especie de enajenación respecto al concepto mismo de humanidad. ¡Después de Auschwitz, después de Camboya, después de Ruanda! Me avergüenzo, por definirlo con términos mínimamente inteligibles, de estar ineludiblemente destinado a ser un integrante de lo que llamamos Occidente, esto que, con enorme fatuidad e incluso vil autoengaño, concebimos como la cumbre de la libertad, la tolerancia, la justicia, la democracia e incluso, osados serán quienes se atrevan a sostener lo que viene a continuación con seriedad, la felicidad. ¡Menuda depauperación de tan bellos ideales! Cuánto camino nos falta por recorrer en la senda de la virtud para acercarnos mínimamente a una praxis diaria de su contenido semántico, qué ejercicio de coherencia tan pobre habremos realizado si verdaderamente pensamos que nuestro camino de perfección ya da sus últimos coletazos antes de instalarse en la cotidianidad del bien. Qué olfato tan deficiente es el nuestro si realmente no ha sido capaz de detectar el putrefacto hedor de la inhumanidad que inunda sin cesar nuestras vidas.


Nació en la Grecia clásica ese maravilloso concepto de la filía (φιλíα), que significa amistad. Aristóteles lo convirtió en piedra angular de su Ética nicomáquea para darle una dimensión plural y diversa; la filía no limita su extensión al hermano o al familiar cercano, sino que trasciende las barreras de lo personal y se aplica sobre el miembro de una misma comunidad o sobre el compañero de oficio, sobre el ciudadano. Francesco Petrarca rescató, mediante la construcción de su modelo intelectual humanista, la noción de filantropía, que hacía extensiva esta amistad a todos los seres humanos (άνθρωπος, ánthropos); el crisol del pensamiento occidental comenzó con esa concepción del ser humano como algo valioso desde cualquier tipo de perspectiva; desde Montaigne hasta Kant, pasando por Descartes y Hobbes, hay una evolución del papel del individuo que abarca tanto la mera expresión textual que recoge, por su naturaleza, la literatura, como la epistemología, en la que el sujeto se nos presenta, con el paso de los siglos, como un elemento progresivamente más necesario en la construcción del conocimiento. El impulso de la cosmovisión antropocéntrica regenerada en la Europa renacentista y posteriormente difundida y completada por la joven Modernidad hizo que la humanidad misma, en su esencia a la vez plural y unitaria, se alzase como valor supremo y adoptase una relevancia que solamente podía augurar un futuro de luminoso progreso conjunto. Fue en la Revolución Francesa, a finales del siglo XIX, cuando se acuñó aquella  bellísima expresión que dejaba relucir el culmen de cualquier concepción humanista: igualdad, libertad y fraternidad. Sin embargo, es imposible olvidar que mientras Occidente celebraba estos triunfos intelectuales, que tan alto parecían apuntar en materia moral, el imperialismo, cargado de espantosas consecuencias humanas, avanzaba boyante y sin freno; no todo fue tan bueno como parece. Pero podría ser todavía peor. 


En la propia Europa, que tan plácido futuro trataba de asegurarse mediante aquellos exquisitos refinamientos de sus ideales, el espíritu mercantilista de los siglos anteriores comenzó a exacerbarse con el surgimiento de la industria para dar lugar al advenimiento del capitalismo que hoy, en una versión un tanto distinta a la de aquellos siglos, conocemos. Entonces se produjo un enorme punto de quiebre que acabó con cualquier posibilidad de humanismo propiamente dicho. La concepción del “individuo” evolucionó desde la universalidad hacia la particularidad. El ser humano dejó de ser un pequeño eco del cosmos antrópico, una manifestación limitada de la universalidad de la historia y la propia sociedad, para transformarse en un único cosmos aislado, autogenerado, inconexo, responsable supremo de sí mismo y separado del resto. Fue aquí, en este momento de tan terrible y errada confusión, que comenzamos a considerar al “otro” como algo, además de peligroso y a abatir, extraño e irrelevante. El inicio de una legitimación del sufrimiento ajeno por la visión de la otredad como algo indiferente y sobre lo que no debemos influir fue la condición de posibilidad de cualquier genocidio, la apertura hacia lo macabro y lo inimaginable. Llegó entonces Hitler e hizo palidecer a Dante. Resurgió Europa de sus cenizas y volvió, unas décadas después, a sumirse en las profundidades de la indiferencia ante el odio, esta vez de una forma más sutil, aunque igualmente orquestada; nació el neoliberalismo, que subordina la moral a la moneda y hace del ser humano una entidad comercializable, intercambiable y manipulable. No hay mensaje humanista que transmitir, y mucho menos que practicar, en un mundo dominado por las lógicas del capital en lugar de por la moral emanada de la justa reflexión consustancial a la inteligencia. Nuccio Ordine o Emilio Lledó, que han predicado las hermosas palabras de los clásicos, son, por desgracia, maestros en el erial; en una sociedad en la que la noción de sujeto libre y emancipado se ha deformado hasta desconectarse de su mundo y de su historia debido al entramado psicológico de un modelo económico que preconiza la atomización del ser humano y la erradicación de la noción de humanidad, las resonancias universales no son capaz de remover la conciencia para orientarla hacia un fin común, beneficioso para todos los seres humanos. Dice Antonio Valdecantos en su libro La modernidad póstuma (2022):


       «En la mitología de la modernidad clásica, la noción de “emancipación” fue el sol que iluminó las conciencias en la epopeya de la verdad, del progreso y de la libertad, aunque en la modernidad póstuma ese término designa, sin más, el señuelo en pos del cual se desencadenan frenéticamente todas las energías de un súbdito hiperactivo que no puede cesar un solo momento en la producción ni en el consumo de su propia intensidad vital»


Será imposible cualquier búsqueda verdadera y honrada del bienestar que repercuta positivamente en todos los seres humanos mientras la libertad hedónica, particular, irreflexiva e instantánea esté, jerárquicamente hablando, por encima de una libertad social plena, racional y responsable. Mientras, en cuestión de libertad, prevalezcan Hayek o von Mises sobre I. Berlin, Morin o Kurtz, el ser humano jamás podrá compenetrar una felicidad constante con un sentimiento de libertad plena asentada sobre el conocimiento del mundo que nos da la constante actualidad de una cultura tan ecuménica como plástica y fértil. De poco servirá la comprensión detallada y sesuda de las siete tesis del “humanismo secular” propuestas por Mario Bunge mientras el inglés o el estadounidense no consideren en su interioridad al gazatí como un humano ontológicamente idéntico a él, merecedor de libertad y portador de dignidad. La muerte del prójimo, en un sentido tanto conceptual como material, nos resultará un hecho ajeno y justificable siempre y cuando creamos que la plena libertad está en el yo y no en el nosotros. En la indiferencia derivada de la ignorancia de lo común se hallan la semilla de la matanza indiscriminada y el elemento catalítico de la expansión del genocidio; de nosotros depende reflexionar poniendo al ser humano, en un sentido universal, en el centro, para detener el atroz avance de la inhumanidad.




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