Una educación para la democracia

Una educación para la democracia 



En un mundo en el que la velocidad con la que se suceden los eventos de la vida cotidiana no deja espacio para la reflexión y los medios de comunicación nos presentan las noticias en ráfagas de imágenes vertiginosas e impactantes, cabría esperar, por el bien de todos, que la escuela, uno de los espacios fundamentales durante los primeros años de la vida humana, se desmarcase de esta delirante tendencia al frenesí. Bien sabemos todos que esto, por desgracia, no es así; no hallamos en los sistemas educativos un elemento que ponga freno a la inclinación tremendista y acongojante de la vida cotidiana, algo que pueda poner freno a la espiral de celeridad e inmediatez que nos aturde y nubla nuestras potenciales reflexiones de corte ético, social y cultural. 


La escuela de nuestro tiempo está diseñada en función de los parámetros establecidos por colectivos de empresarios y los máximos representantes de eso que llaman “mercado laboral”, que en ocasiones se asemeja más a un inalterable atributo de la sustancia divina a la que debemos someternos que a una entidad maleable nacida de la actividad humana. Que no nos extrañe, pues, que incluso autoridades políticas en materia de Educación de formaciones autodenominadas “progresistas” se fotografíen con banqueros en pomposos foros donde la retórica de la rentabilidad y el economicismo mercantilista se apodera de aquellos discursos educativos que, en teoría, van dirigidos al ámbito de la escuela pública, esa a la que muchos alumnos de regiones deprimidas van a aprender y así tratar de suavizar las enormes diferencias socioculturales existentes entre los diferentes estratos económicos de nuestra sociedad. El poder del statu quo es demasiado grande incluso para las organizaciones que suelen presentarse como impulsoras de un supuesto “progreso social”. Así se comprende, por ejemplo, que Pilar Alegría, actual ministra de Educación del gobierno de España (una coalición del PSOE y Sumar), hiciera recientemente declaraciones de esta naturaleza mientras posaba con Ana Botín, directora del banco Santander: “La educación tiene que servir para la vida o no es educación. Es importante saber, pero sobre todo es importante saber hacer y aplicar el conocimiento”. 


La mera presencia de una autoridad bancaria en el contexto de este discurso enturbia completamente cualquier posible interpretación benévola del mismo. “Servir para la vida”, en este marco de loa al economicismo, significa necesariamente “servir para el mercado”, el sustituto de la más bella expresión de la vida humana en una sociedad atravesada de una forma tan profunda por el cuerno hiriente de un rampante liberalismo capitalista. La concepción de la educación como algo que “sirve para la vida” (claramente la de un homo oeconomicus sublimado hasta el delirio, como hemos aclarado) colisiona frontalmente, por sus consecuencias inmediatas, con el fervoroso discurso ultrademocrático de la constelación de Partidos Socialistas europeos (del brazo de los Socialists and Democrats), cuya máxima intensidad suele alcanzarse cuando las campañas electorales se encargan de confrontarlos con formaciones de extrema derecha para así brindarles la oportunidad de presentarse como “la única opción frente a la barbarie”. ¿Por qué podemos decir que existe tal colisión?


Una educación al servicio de las exigencias del modelo económico vigente (al fin y al cabo, lo que defienden a nivel programático y gubernamental tanto el PSOE como Sumar, y no es necesario mencionar al PP por el absurdo que constituye la evidencia) se reduce a la mera reproducción de un corpus más o menos diverso y cohesionado de discursos impuestos por una administración política fundamentada sobre una tecnocracia económica que, en buena medida, erradica la posibilidad de generar un discurso fértil de cara a cualquier clase de conocimiento ajeno a los márgenes de una sociedad construida sobre principios económicos y utilitarios. Esto implica un cercenamiento notable de la libertad de pensamiento, al introducir subrepticiamente esta lógica la idea o “marco psicológico” de que solo es el “conocimiento subordinado” el que debe ser cultivado con urgente necesidad. Así, la imagen del mundo que nos aporta esta concepción del saber es una mórbida justificación del esquema de relaciones de producción imperante (y, en el dintorno de un mundo capitalista, consumo masivo), algo que bien podría derivar, en última instancia, en la justificación vital, individual y completamente acrítica del marco económico en el que se produce nuestra existencia, repleta de precariedad e iniquidades racionalmente injustificables. 


El humanista italiano Nuccio Ordine, recientemente fallecido, solía narrar que cuando a Aristóteles le preguntaban para qué servía la filosofía, este respondía que no servía para nada (y cabría añadir, dado lo que viene a continuación, “a nadie”) puesto que no era servil. La supeditación de los contenidos educativos a un modelo erigido desde la óptica de la producción económica mercantil y tecnocrática, en palabras del filósofo y lingüista norteamericano Noam Chomsky, desintelectualiza a los participantes del sistema educativo (incluyendo también a los docentes), esto es, vacía progresivamente de contenido el pensamiento individual y sus posibilidades de complejidad, reduciendo paulatinamente la probabilidad de que los alumnos se conviertan en sujetos con una sólida conciencia de las estructuras que constituyen su realidad (aquellos que podríamos considerar ciudadanos autónomos, esto es, sujetos políticos con una serie de criterios intelectuales asentados sobre la comprensión racional de los diferentes elementos y órdenes de conocimiento que organizan lo que existe). De esta forma, una educación destinada a satisfacer los criterios impuestos por los organismos económicos haría estragos en la profundidad del conocimiento científico, lingüístico, filosófico, histórico y político (esto es, los distintos órdenes sobre los que se organiza cualquier realidad) al que podría tener acceso la población, lo que sin duda empobrecería la comprensión general del mundo de una enorme mayoría de la humanidad. 


Es en este punto donde se evidencia la colisión de la concepción misma de democracia (al menos en un sentido completo y positivo, esto es, no depauperado y simplificado) y la idea de una educación dedicada exclusivamente a satisfacer el apetito del mercado; si lo segundo implica un empobrecimiento de nuestra comprensión racional del mundo a causa del vaciado de contenidos de los sistemas educativos, la idea misma de elección, piedra angular del sistema democrático, se vería severamente afectada. Toda elección exige cierto “conocimiento” de cualquiera de las opciones ofertadas. Si no existen saberes sobre los que fundamentar el juicio que nos lleva a realizar la acción de elegir, será imposible discernir entre una idea disparatada y ajena a cualquier sólido consenso científico, social o histórico y otra coherente y compatible con los saberes contrastados por los distintos campos del conocimiento. Es aquí donde, de no existir cierta cultura en el ciudadano, podría dispararse “la barbarie de la ignorancia”, haciendo referencia al título de la obra que recoge una conversación entre George Steiner y Antoine Spire. La ausencia de saber, la carencia de un criterio racional en torno al cual fundamentar la conducta democrática, puede hacer que una propuesta política más sentimental, sencilla y reduccionista pero menos racional, abierta y beneficiosa para el conjunto de los integrantes de la sociedad venza sobre otra basada en la exposición de una realidad más compleja pero construida desde análisis rigurosos y contrastados de la totalidad de lo existente, desencadenando así  una potencial tragedia de consecuencias insospechadas e indeseables. 


El sistema educativo no puede tener como fin la creación de trabajadores y consumidores que sirvan al sistema económico imperante, sino la construcción de ciudadanos autónomos, esto es, individuos con unos sólidos conocimientos acerca del mundo (historia, ciencias naturales y sociales, filosofía, lenguas, ética...) que sean capaces de ensanchar el horizonte de bienestar de la propia sociedad a la que pertenecen, criticando sus estructuras injustas y tratando de reformularlas mediante el juicio derivado del saber adquirido, así como seleccionando aquellas opciones más beneficiosas para el progreso. De este modo, se trataría de estudiar para conocer el mundo y así vivir mejor en sociedad en lugar de para trabajar y sacar un provecho exclusivamente individual (esto último no significa que haya que dejar de trabajar, simplemente defiende que “lo laboral” no debe ser la prioridad existencial del conocimiento dentro del sistema educativo). Está claro, por otro lado, que no todos deben ser “intelectuales” en el sentido más sobresaliente y petulante del término, pero solamente seremos capaces de expandir las bondades de la democracia y la propia humanidad si contamos con una ciudadanía autónoma, culta, abierta, ética y racional que sepa calcular correctamente el impacto de su acción en el mundo y no se adapte a los posibles inconvenientes de lo ya establecido. Así se erradicaría uno de los mayores males de nuestro tiempo: la falsa ilusión de libertad que viene de la mano de la ignorancia. 


Parece demostrado que el hecho de que los sectores progresistas ensalcen constantemente lo democrático y a la vez pongan a la escuela al servicio de las grandes élites económicas es una contradicción; supone una erradicación del principio de elección libre y racional sobre el que se asientan los sistemas democráticos sanos. Defender la democracia frente a “la barbarie” pasa obligatoriamente por construir un sistema educativo basado en el conocimiento mismo para que así emerja una ciudadanía crítica y con la habilidad de enfrentarse al auge de cualquier sentimentalismo fanático, banal, esencialista y potencialmente pernicioso. Solo de esta forma puede conseguirse, y no está garantizado, un mundo más humano, libre y respirable.





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