Estética de la cultura

Estética de la cultura

La humanidad, que fue una vez, en Homero, un objeto de contemplación para los dioses olímpicos, se ha vuelto ahora objeto de contemplación para sí misma. Su autoenajenación ha alcanzado un grado tal, que le permite vivir su propia aniquilación como un goce estético de primer orden.

Walter Benjamin

La sociedad europea contemporánea pretende ser, al menos en apariencia, democrática y cultural. La universalización de la educación, así como el auge de los museos, las librerías y las bibliotecas públicas, que abundan en pueblos y ciudades, han permitido que un inmenso porcentaje de la población tenga acceso a las grandes obras literarias, históricas, artísticas o científicas. No es raro, en los tiempos que corren, ver que alguien con cierto interés en las ciencias tiene en su casa una copia de los Principios Naturales de la Filosofía Natural, obra cumbre de Isaac Newton, en la que se expone minuciosamente la famosa ley de la gravitación universal. Anteriormente, durante buena parte del siglo XX, y no digamos del XIX, esto habría sido impensable. Hoy, sin embargo, todos aquellos saberes que conforman lo que conocemos como cultura han pasado de la esfera privada a la esfera pública. Esto, si bien es, en términos generales, una noticia excelente y una gesta histórica que culmina el proceso que se inició con la Ilustración, entraña otro problema que en gran medida ha pasado por alto: los usos y el papel de la cultura en relación con la sociedad plural y democrática que configura la contemporaneidad.

 

La cita que corona este artículo, extraída del libro de Walter Benjamin, La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica, explica sintéticamente esta problemática a la que nos enfrentamos: la transformación de la cultura en un objeto desligado de su contexto. La contemplación de la propia humanidad en su expresión más estrictamente histórica que ha traído consigo la universalización de la cultura entraña una dificultad de compleja resolución: la simple vivencia estética u ociosa de la propia cultura, esto es, la enajenación del individuo respecto al sistema circunstancial al que pertenece, su líquido amniótico. Este sistema, reflejado en los libros y en las obras audiovisuales y artísticas, no puede ser tomado como un mero elemento extracorpóreo, lejano, ajeno a toda condición personal, sino que debe ser, por exigencia histórica, un elemento que se integre en la realidad vivencial del individuo y establezca o module su conducta en función de su progresiva expansión. De este modo, no puede permitirse que vague por la sociedad el dicho de la “cultura por la cultura”, o, como lo decía Walter Benjamin a colación de la obra de arte, el fiat ars, pereat mundus (hágase el arte, aunque perezca el mundo), sino que debe resaltarse la suprema importancia de integrar todo aquello que ella refleja en nuestra vivencia particular, de modo que actuemos en consecuencia y hagamos de ese “saber histórico-vital” una forma de vida particular y una guía de la conducta, tratándolo así como un sujeto activo y orgánico en lugar de como un objeto pasivo de naturaleza indefectible y necesariamente vestigial y estética. El proceso de culturización del individuo mediante la lectura o el análisis de la realidad histórica explicitada en libros u obras artísticas no puede ser visto como un mero procedimiento que halle su razón de ser en un simple divertimento sin trascendencia en nuestra ética o nuestras costumbres particulares, sino que, efectivamente, debe servir para conformar carácter y moldear nuestra conducta individual. Visto desde esta perspectiva, la auténtica obtención de cultura implicaría una dialéctica de la experiencia del pasado colectivo con un presente individual que puede ser despojado de prejuicios ya refutados por la vivencia social histórica: un ser humano que se considere realmente culto debe haber realizado, para ser tal cosa, esta suerte de introspección hermenéutica, en la que elementos enraizados profundamente en su conciencia tendrán que haber sido expurgados de la misma mediante la fuerza innegable de la experiencia cultural colectiva, constituyéndose así una especie de imperativo moral histórico capaz de obligarnos a actuar en función de la constelación de errores y aciertos cometidos en otros tiempos, algo que exige, además de cierto conocimiento “anecdótico”, el reconocimiento de las estructuras que subyacen a los mismos con el fin de que podamos reconocer algunas de sus réplicas futuras. Por poner un ejemplo, el conocimiento teórico de los valores del feminismo o del antirracismo ha de ser, por la fuerza de este imperativo histórico, puesto en práctica en la vida particular del ser humano, eliminando la exclusividad de su existencia en el ámbito discursivo o intelectual. Del mismo modo, por la segunda matización que hemos realizado a la definición de este imperativo, es menester reconocer aquello que subyace a los movimientos opuestos a los valores “históricamente positivos” para que así consigamos olfatear tendencias aún desconocidas que se fundamenten sobre idénticos pilares indeseables y podamos extender nuestro compromiso a través de todos los planos del tiempo humano. 


No puede haber cultura, o al menos no podemos considerar que esta ha sido comprendida o asimilada en profundidad, en aquel que, incluso conociendo los hechos históricos reflejados en ella, no ha realizado una reflexión sobre las implicaciones de los mismos y ni siquiera ha pensado en la posibilidad de que sus elementos negativos puedan estar siendo reproducidos por su propia persona de una forma u otra. La cultura, sin autorreflexión, no es más que estética. Y mediante la estética de la cultura, pura enajenación histórica, la humanidad en general y el individuo en particular están condenados al tránsito constante de su error por el infinito mar de los tiempos.


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