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Defender el Derecho Universal

 Defender el Derecho Universal

Miguel Palma

Todo aquel que me conozca sabrá que soy un enorme crítico, a veces exagerado, de prácticamente todo lo vigente. No por otra cosa se me ha tachado de idealista en mil y una ocasiones. Lo que ya existe de hecho, lo que se encuentra firmemente arraigado en el tejido mismo de nuestra sociedad, me parece criticable, reprochable o matizable por uno u otro motivo, por esta o aquella injusticia, por tal o cual sinsentido. Esta actitud, que muchos considerarán impertinente inconformismo —¡nunca hay nada bueno, nunca está conforme, siempre hay una queja, nada es para ti digno de celebración!—, es, sin embargo, desde mi perspectiva, imprescindible ante la evidente imperfección de nuestro mundo. Cabe recalcar, faltaría más, que no aspiro a una perfección sin mácula, dado que un escenario así resulta, creo, irrealizable, pero solo la ceguera más profunda podría impedirnos advertir que no estamos todavía en un punto en el que sea posible, al menos moralmente, decir “hasta aquí”. En este sentido, una de mis principales presas suele ser el Derecho. Si bien nunca he llegado a considerarme consecuencialista tout court, pienso que el ámbito de la jurisdicción adolece, precisamente por su marcadísima raíz deontológica, de un exacerbada esclerosis que en demasiadas ocasiones le impide realizar debidamente sus fines. Así, en más de un caso han dictado los tribunales una sentencia que, ajustándose milimétricamente a la axiomática jurídica, ha tenido como consecuencia, a veces a larguísimo plazo, un extraordinario daño —de cualquier naturaleza o gravedad— sobre una víctima, individual o colectiva, en estado de indefensión. Innegablemente, casi nunca es tal cosa intención del juez en cuestión, sino mera impotencia o limitación del código legal aplicado, pero lo cierto es que, al saltar estos casos a la dimensión mediática, el grueso de la ciudadanía se encoleriza y —no soy la excepción— acaba por preguntarse cómo ha sido posible que tal calamidad se haya producido bajo el supuesto amparo supremo de una ley justa. Por norma general, es a estos casos a los que me refiero cuando realizo radicales críticas al Derecho tal y como se entiende hoy. Sin embargo, este deje crítico que me resulta inevitable expresar en tantas circunstancias es, a tenor del contexto actual, de un notable y pueril idealismo; siendo plenamente consciente de ello, he decidido, al menos mientras sigan dándose eventos de una naturaleza similar a la de los que ahora contemplamos en el panorama internacional, abandonarlo. No me puedo permitir la crítica sin más, ya que nos encontramos al filo de una nueva etapa —no diré que sin precedentes, puesto que los horrores se agolpan con virulencia a las espaldas del presente, catapultándonos hacia un devenir tan incierto como sombrío— en la que no es la calidad de la aplicación del Derecho lo que está en juego, sino el hecho mismo de la legalidad, la existencia de un entramado de reglas —concesiones y limitaciones— jurídicas capaz de salvaguardar la vida y la dignidad de los ciudadanos de todo el mundo. Corre un enorme riesgo, en resumen, el Derecho mismo. Renovar de raíz las instituciones y el Orden Internacional surgido de las cenizas de la Segunda Guerra Mundial, realizando sus virtudes y actualizando el latido kantiano que establece la dignidad misma del ser humano —ese valor único, inalienable, insustituible e intransferible que todos poseemos— como fundamento de un Derecho Universal —que, recordemos, recoge el principio de justicia universal— aplicable a nuestro entero género, o retroceder hasta la disputa de Trasímaco y Gorgias con Sócrates en los diálogos platónicos, donde el fantasma de una jurisdicción fundamentada en la fuerza o en el mando del más poderoso discurría con una inquietante fluidez por el desarrollo de la conversación.


En este punto, se me podría preguntar por qué simplemente no me dedico a hacer una crítica constructiva —a saber, propositiva, que amplíe y reformule los errores que, a mi juicio, presenta la aplicación práctica del Derecho ahora mismo—, y mi respuesta es la siguiente: el forjar un nuevo armazón jurídico internacional es una empresa irrealizable a corto plazo, pues los medios son precarios y la urgencia apremia, por lo que renunciar discursivamente en su plenitud a lo hoy vigente, que atesora también un gran valor, es dejar las tragedias que provocan el inmenso y catastrófico tremor de la realidad material, lo que de facto y de manera aparentemente casi inevitable está aconteciendo, sobre un vacío que no da solución a nada y solamente contribuye a hacer que el sufrimiento se prolongue y se extienda sin contención alguna. Estimo que sería esta una actitud infantil, más propia de aquel que habita en la realidad interpretando sus problemáticas como meros divertimentos para su intelecto que como auténticos dramas a extinguir. 


En definitiva, el que a partir de ahora vaya a erigirme en una férrea defensa de la jurisdicción vigente, más allá de responder a una motivación conformista, se fundamenta en la urgencia que nos imponen las circunstancias. Es tiempo de enrocarse en torno a una actitud conservadora capaz de defender con entereza y sin arriesgadas e hipócritas vacilaciones los mejores elementos de los que disponemos para hacer frente a las tendencias asesinas con las que, por desgracia, nos las tenemos que ver; conservar lo mejor y purgar lo peor, esta debe ser la actitud que guíe nuestra acción en el laberinto del presente. Si conseguimos radicalizar esta disposición, obligándonos a cumplir por todos los medios aquello que nos dicta el Derecho Universal sin caer en la inacción, que ciertamente no es nunca responsabilidad del entramado jurídico —pese a su imperfección, lo cierto es que nos otorga muchos más recursos de los que empleamos—, sino de nuestra ausencia de voluntad y determinación, lastradas, quizás, por un miedo a las consecuencias o una desviación del deber basada en los más desdeñables intereses, lograremos poner el tan necesario freno de emergencia a la espiral de barbarie que nos asedia. No quiere todo esto decir, por otro lado, que no deba estar en el horizonte de nuestro más sincero ánimo una mejora futura de todo lo vigente con el fin de que no tengamos que volver a vérnoslas con hechos tan deplorables —o más bien, con una prolongación de los mismos alimentada por la imposibilidad de interrumpir el desarrollo del mal antes de que llegue a generar un sufrimiento intolerable—; al contrario, la situación lo aclama desesperadamente. Que no lo hagamos hoy, ya lo hemos explicado, es cuestión de la eficacia implorada por la urgencia. En un panorama de claroscuros, las luces del presente, aunque cada vez más débiles y minoritarias, tienen el deber de incidir sobre las más amenazantes sombras, procurando así acabar con su oscuridad para extinguir la fuente misma de la miseria y la opresión. El Derecho Universal con el que ahora mismo contamos, única herramienta capaz de imponer como base —y a la vez como límite que ninguna acción que se pretenda definir como tolerable debe sobrepasar— la dignidad humana, debe ser llevado hasta sus últimas consecuencias; en Ucrania, en Gaza, en Siria, en Sudán, en el Congo. Allá donde el odio se ha apoderado de las almas extendiendo la macabra pulsión de la muerte y el genocidio, es el deber de la legalidad, bajo su forma universal, imponerse y contrarrestar la barbarie, no con indiscriminados y simétricos poderes asesinos, y ciertamente tampoco con meras condenas formales que de nada sirven para aliviar la agonía de los masacrados, sino con el vigor intelectual, la entereza, la determinación y la voluntad de quien realmente confía en la probidad de su tarea y en la necesidad de acabar con cualquier sufrimiento injustificado. Mientras la justicia misma no se instale en las puertas de Moscú o Tel Aviv hasta lograr su cometido, seguiremos contemplando, absortos, la fuerza implacable de la crueldad. Solo una vez se haya realizado esta perentoria tarea dejará de ser el Derecho Universal un mero adorno discursivo sin ninguna pretensión real de validez para convertirse en aquello que, inserto en el curso de esta temporalidad trágica, inaugurará una nueva era de decencia, dignidad e igualdad en la historia. ¿Pues de qué serviría una orden internacional de arresto en el caso de que el criminal pudiera retozar con alborozo en su terruño particular sin correr riesgo alguno? Tal es la extraordinaria impostura en la que vivimos, y creo no engañar a nadie si afirmo que no hay manera de entenderla.

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