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Gaza, el crimen del siglo

 Gaza, el crimen del siglo

Miguel Palma


Los pueblos del mundo tiemblan de horror ante la magnitud de la barbarie de Israel. Ya no hay medias tintas, ya no hay excusas, ya no se oye “es que llevan así toda la vida…”, ya no hay equidistancias, ya no hay confusión entre víctimas y victimarios. La calle está, con razón, aterrorizada por las imágenes que llegan desde allí, donde los cuerpos famélicos (¡esqueletos, cascarones humanos!) yacen exánimes, derrotados por la falta de agua y alimentos. Omer Bartov lo dice bien claro: es genocidio. Ya libres del temor a la acusación de antisemitismo, todos se preguntan quién puede estar a favor de esta atrocidad. ¡Si incluso los más egregios palanganeros del manufacturado consenso antipalestino han visto que no es posible ya seguir defendiendo esta infamia! Pese a todo, y aunque en cantidades reducidas, todavía existe esa mala gente que camina y va apestando la tierra… 


Juan Carlos Girauta, nuestro Mortadelo político, se escandalizaba el otro día por la detención de unos adolescentes francoisraelíes que iban armando escándalo, molestando y faltando el respeto a la tripulación en un avión de la compañía Vueling. Todavía, en casi dos años, no ha tenido tiempo de escandalizarse por la masacre de quién sabe cuántos niños inocentes. Nuestros gobernantes siguen con el tejemaneje diplomático, con su retórica grandilocuente, con su huera y pomposa dramaturgia política, con su jugueteo hipócrita. Tras la tramoya, ya lo denunció Francesca Albanese, mi candidata predilecta al Nobel de la Paz, la maquinaria económica capitalista se engrasa con sangre palestina. El genocidio sigue adelante porque es rentable, criterio contemporáneo de la moralidad. “¡Mal, mal, muy mal, Israel, re-que-te-mal! ¿A que en vez de diez millones en armamento te mando ocho y medio?” Mientras tanto, los cadáveres se apilan a un ritmo frenético. Hoy cien, mañana ciento veinte, pasado noventa, el otro ciento cincuenta. Esta semana más que ETA en toda su historia, la que viene todavía un poco más, la otra un poco menos, el mes que viene el cuádruple, como vaya viniendo… Si al final, aunque digan mucho, nadie hará nada. ¿Quieres ayuda humanitaria? ¡Aquí tienes un tiro en la cabeza! Y así hasta llegar a mil asesinatos de padres hambrientos que buscan, desesperados, comida para sus hijos. El otro día a Netanyahu le apetecía matar a algún cristiano (¿por qué no? Si total, ya que está, por hacer diversa la lista de víctimas…), así que tocó bombardear la única parroquia católica de Gaza, esa que regenta el padre Gabriel Romanelli y a la que el descansado de Francisco llamó todos los días (¡acto más humano!) hasta su muerte. “¡Ha sido un error, ha sido un error!”, decían a la noche los genocidas, cuando un impulso de indignación, el tercero de aquel día, había recorrido ya el entero corazón de la humanidad, esa comunidad a la que, siendo sinceros, no creo que ellos pertenezcan. 


Las monstruosidades de Bashar al-Assad las recuerdo con nitidez. El genocidio yazidí, entre otras de las muchas barbaridades del ISIS, también. En aquel momento nadie dudaba del horror de aquellos actos, de su naturaleza absolutamente intolerable. La masacre perpetrada por el ejército ruso en la ciudad ucraniana de Bucha, que yo creí en su día símbolo eviterno de las atrocidades del siglo XXI, ha quedado totalmente eclipsada por el grado sumo (insuperable, a mi parecer) del terror israelí en Gaza. ¿Cómo se explica que la Unión Europea, con razón, se escandalizara al instante tras aquello pero haya costado doscientas veces más muertos una reacción mínimamente repulsiva ante el exterminio de Gaza? Cuando el pasado mes de diciembre cayó la Siria baazista, Macron no tardó en tuitear “The barbaric state has fallen”. ¿Hará lo mismo cuando el Israel que hoy conocemos, aislado por la comunidad internacional y ahogado en su propio mar de odio, acabe colapsando? Gaza es el mayor crimen del siglo XXI, no solamente por las dimensiones de lo acontecido (el 5% de la población ha sido masacrada, una proporción sin precedentes en las últimas décadas), sino por el hecho de que todo ha sido consentido. Nos costará salir de la sima de inmoralidad en la que nosotros mismos nos hemos introducido al traicionar el espíritu universalista que una vez, hace ya demasiado, quisimos encarnar.

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