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El fin del paradigma divino

 El Fin del Paradigma Divino

 Miguel Palma 

Desde que el hombre tiene conciencia de sí mismo, este siempre ha buscado algo a lo que aferrarse para darle un sentido a su origen, su entorno o su propia existencia. Al principio, cuando los primeros homo sapiens sapiens mostraban su primer atisbo de inteligencia, los fenómenos de la naturaleza suponían un verdadero misterio para ellos. La lluvia, el viento o el Sol eran elementos naturales a los que estaban subyugados y debían rendir culto. Es así como nace el pensamiento mítico, y con esto, el prototipo de lo que hoy en día conoceríamos como Dios. 


Si nos desplazamos a Mesopotamia o Egipto, regiones en las que se observaron crecimientos demográficos y culturales notables prácticamente al mismo tiempo (3.000 a.C.), observamos que estas primeras culturas politeístas basan a sus dioses en fenómenos naturales o de la vida social o cotidiana (el Sol, la muerte…).


Más tarde, con el auge de la religión cristiana, el papel se centra en una única figura, el dios que todos conocemos; omnisciente, omnipotente y omnipresente. De un momento a otro, un solo ente podía explicar todo lo que existía, siendo superior incluso al propio cosmos, o lo que es lo mismo, estando por encima de la propia existencia. Esta visión imperó en la Europa Medieval durante más de mil años, forjándose un verdadero dogma que, a día de hoy, en mucha menor medida, seguimos arrastrando. 


¿Cuál fue el momento concreto y sustancial del cambio? No podemos establecer una fecha exacta, aunque sí que podemos hablar de un punto de inflexión para el poder de Dios. Este se dio a partir del siglo XVI, cuando las ideas científicas de figuras como Copérnico, Tycho Brahe, Galileo, Kepler y, posteriormente, Newton aportaron una racionalidad al funcionamiento del universo que nunca antes, ni siquiera con las teorías cosmológicas de los griegos como Aristóteles, Aristarco o Ptolomeo, se había observado. 


Desde ese momento, la idea de un Dios regidor y gobernador del universo fue perdiendo, conforme la ciencia avanzaba, cada vez más fuelle. Era el primer paso hacia la derrota de la dictadura divina.


Ya en el siglo XVIII, con el rápido ascenso del pensamiento ilustrado y la filosofía y la ciencia, la corriente ideológica que se impuso en la Europa erudita fue el deísmo, que consistía en afirmar que efectivamente Dios existía, pero su papel era meramente el de creador del universo, no el de interventor y regidor. Esta evolución en relación al teísmo de la Edad Media se debe, a mi juicio, al avance en el conocimiento científico, que hacía que ya no se necesitase a Dios para explicar el funcionamiento del mundo, sino que las mismas leyes descubiertas por la razón del hombre eran suficientes para descubrirlo todo en el universo. Laplace, un matemático agnóstico de los siglos XVIII y XIX, llegó a afirmar en una conversación con Napoleón que Dios era “una hipótesis innecesaria”.  


A lo largo de los siglos XIX y XX, el número de personas que se declaraban ateas o agnósticas fue creciendo de manera drástica, al comenzar a carecer de sentido la figura de un Dios como el de antaño. 


Numerosas teorías físicas que explicaban el origen del universo fueron apareciendo a partir de la década de los años veinte y treinta, poniendo aún más contra las cuerdas la visión del concepto de Dios, ya muy debilitada. Estas terminaron de rematar la idea de un Dios creador aludiendo al origen natural del cosmos.  


Para concluir, expondré mi punto de vista. Desde el inicio de los tiempos, Dios ha sido el paraguas sobre el que los humanos hemos vertido nuestros miedos, incertidumbres e inseguridades. Ahora que tenemos gran parte de los medios que Dios ha representado a lo largo de la historia, creo que es hora de que el hombre se independice de este y finalice el paradigma divino.





Comentarios

  1. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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  2. Muy interesante, Miguel. Quizás deberían empezar a tratar la religión en los sistemas de enseñanza como parte de la asignatura de Historia y con ese carácter impartirla y no dedicarle horas lectivas que bien pudieran ser empleadas en otras cosas.

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