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La germinación enciclopédica

La germinación enciclopédica

Miguel Palma

La ilustración es la liberación del hombre de su culpable incapacidad. La incapacidad significa la imposibilidad de servirse de su inteligencia sin la guía de otro. Esta incapacidad es culpable porque su causa no reside en la falta de inteligencia sino de decisión y valor para servirse por sí mismo de ella sin la tutela de otro. ¡Sapere aude! ¡Ten el valor de servirte de tu propia razón! He aquí el lema de la ilustración.

Emmanuel Kant

Contexto social

Durante los siglos XVI y XVII, Europa se había visto envuelta en un período de vicisitudes, contrastándose los grandes avances de la revolución científica y filosófica de la mano de Copérnico, Kepler, Galileo, Descartes, Pascal, Newton, Leibniz y Tycho Brahe con las numerosas guerras que asolaban al continente, tales como la Guerra de los Treinta Años de Alemania, la Guerra de los Ochenta Años entre Holanda y España o la guerra civil de Inglaterra. Todo pareció apaciguarse en 1648 con la Paz de Westfalia.


En ese entonces, el pensamiento religioso aún era imperante, y la considerada fuente principal de conocimiento era el misticismo, que defendía que podía existir una comunicación del humano con Dios a través de “revelaciones”.

Fue gracias a filósofos como Descartes y Spinoza que se comenzaron a imponer los conceptos de razón y axioma como bases para la consecución del conocimiento absoluto y universal. El racionalismo cartesiano proponía que el método de obtención del conocimiento era la razón, y que todo lo que se quería llegar a conocer de manera sólida y fáctica debía estar sometido al escrutinio de la duda metódica. El panteísmo de Spinoza propugnaba que tanto el universo como la naturaleza o Dios eran la misma cosa.

Estas ideas se extendieron por la comunidad intelectual europea de la época y formaron parte del pilar de la ulterior revolución del conocimiento, la Ilustración, que se basó también en los avances en la astronomía y la física de Galileo, los primeros atisbos de química moderna de Blaise Pascal, y las matemáticas y la filosofía de Leibniz. Sin duda, el pensamiento europeo atravesaba una enorme marea de cambios y revoluciones que no hacía más que empezar.

Durante el siglo XVIII, la sociedad estaba organizada en un régimen estamental. En la cúspide se encontraban la nobleza y el clero, que representaban a una clase pudiente y privilegiada. Por debajo, la burguesía, personas con un estado laboral privilegiado, posteriormente el pueblo llano, que representaba al grueso de la población, y, por último, los esclavos, que carecían de cualquier privilegio. El sistema político predominante, muy a tener en cuenta en este periodo histórico, era la monarquía absoluta de derecho divino, representada por monarcas como Luis XVI de Francia. Podían ejercer un poder total sobre la población, y en ellos se concentraban todos los poderes del Estado, siendo la fuente que le otorgaba este poder a los reyes Dios, de ahí el que fuera de derecho divino. Una de las máximas que mejor definen a la monarquía absoluta europea es la pronunciada por Luis XIV de Francia, popularmente conocido como el rey Sol, que dice “el Estado soy yo”, haciendo referencia a su ilimitado poder como monarca.

En cuanto a la economía, esta era principalmente rural, al ser más del 70% de la población perteneciente al campesinado (agricultores y ganaderos). Entre naciones, dado el fuerte desarrollo que se estaba produciendo en América, era relevante el comercio de ultramar, con lo que el tráfico de esclavos de África al Nuevo Mundo era frecuente. Para ello, se creó una ruta llamada triángulo atlántico. De este tráfico hay numerosos testimonios, siendo uno de los más conocidos el de Olaudah Equiano (1745-1797), un escritor nacido en África (posterior habitante de Inglaterra) que plasmó sus vivencias como joven esclavo en una obra llamada Narración de la vida de Olaudah Equiano, el africano.


            La ilustración como movimiento intelectual, político y social

Volviendo al asunto primero, el tercer estado, el representado por el individuo corriente, fue el máximo beneficiario de la Ilustración. Aunque popularmente entre historiadores y filósofos se reconozca a la Ilustración como un proceso cultural iniciado y principalmente representado por intelectuales, tales como Diderot, Voltaire o D’Alembert, el verdadero y más relevante impacto de este proceso no fue la nutrición intelectual de la propia comunidad erudita europea, sino el paso del conocimiento de esta a la población común.

Previamente a aquel entonces, los saberes científicos y humanísticos estaban casi exclusivamente reservados a los individuos alfabetizados, que conformaban un porcentaje minoritario de la población, pero gracias a l periodo de la Ilustración, estos aumentaron de manera ostensible. Según un estudio recopilatorio de la Universidad de Montpellier, en la España del siglo XVIII, la alfabetización de la población pasó de un 21,4% a mediados de siglo (1750 a 1759) a un 34,2% a finales de siglo (1787 a 1805). Aunque hoy en día los porcentajes de alfabetización de la población sean notablemente más elevados gracias a la implantación de una educación pública y obligatoria, no es desdeñable el importante aumento de la tasa en las últimas décadas del siglo, que se corresponden con una intensa difusión de los ideales de la ilustración en toda Europa. Además, los efectos reales de la Ilustración probablemente fueron aun mayores en zonas de Europa central, donde había germinado en su mayoría el movimiento y existía una mayor concentración de intelectuales que en nuestro país.

La llegada de la Ilustración a Europa trajo un nuevo ideario que amenazaba al imperante durante el largo Antiguo Régimen previamente explicado. En primer lugar, los ilustrados, prolíficos pensadores de toda índole, eran racionalistas. Proponían que la razón fuera el instrumento primordial para la consecución del verdadero conocimiento, que a su vez proporcionaría un progreso de la técnica y las ciencias experimentales a través del cual la humanidad pudiera avanzar de una manera indefinida e ideal. El antropocentrismo era otra de sus más destacadas ideas, y con él defendían la idea de la existencia de unos derechos naturales intrínsecos al hombre que el Estado no podía suprimir de manera arbitraria, como el derecho a la libertad, a la vida o a la propiedad privada. Estos, a día de hoy siguen vigentes. Destaca también el afán por la tolerancia, especialmente en la figura de Voltaire, perseguido en múltiples ocasiones por asuntos religiosos, que refleja estos pensamientos en su obra Tratado sobre la tolerancia (1763), escrita tras la muerte del hugonote Jean Calas. 

En cuanto a pensamiento religioso, los pensadores de la Ilustración eran principalmente deístas, agnósticos o ateos, y son un reflejo de la decadencia de la relevancia de la Iglesia en la comunidad intelectual, que antaño había estado muy presente en cualquier asunto referido a la filosofía o incluso a la ciencia. D’Alembert y Diderot, relevantes filósofos franceses, son ejemplos de ilustrados ateos.

A nivel de relaciones humanas, si les damos a estas un enfoque cultural, destaca en esta época la aparición de salones y cafés en los que los eruditos se reunían para conversar y debatir sobre asuntos humanísticos, culturales y científicos. Sin ir más lejos, el siguiente cuadro, cuyo autor es Charles Gabriel Lemmonier, representa la lectura de una tragedia de Voltaire en el salón literario de madame Geoffrin, anfitriona del encuentro. En esta pintura están dibujados diversos ilustrados, tales Montesquieu, Rousseau o el ya mencionado Denis Diderot.

Antes de tratar el tema que más compete a este artículo, me gustaría hacer un inciso y mostrar las ideas políticas propuestas por tres de los mayores exponentes de la ilustración y su parte de relevancia en el cambio de era que estaba por llegar, puesto que la mera acción de la cultura científica y humanística que la población había obtenido en el transcurso de esas décadas no habría sido efectiva en el cambio social sin las novedades en las estructuras estatales teorizadas por los pensadores más destacables de este siglo.

Hemos mencionado con anterioridad que el sistema político predominante en Europa durante el siglo XVIII, a excepción del parlamentarismo inglés, era el absolutismo monárquico de derecho divino. Bien es sabido por todos que esto cambió radicalmente a finales del siglo XVIII con la revolución francesa de 1789 y la ejecución de Marie-Antoinette y Luis XVI de Francia en 1792, así como con la proliferación de las revoluciones liberales en el transcurso del siglo XIX y la aparición del socialismo en toda Europa y posteriormente del mundo en los siglos XIX y XX.

Nuestra vida del siglo XXI está basada en una democracia liberal que incluye un estado de bienestar social, una diversidad ideológica más o menos diversa y, por último, una separación de poderes en legislativo, judicial y ejecutivo. Este último concepto, el de la separación de poderes, sembró la semilla del cambio político y social en los siglos XVIII y XIX e inició la transición hacia la actual democracia liberal. La primera persona en proponer este importante concepto fue Charles Louis de Secondat, más conocido como Montesquieu, en su obra El espíritu de las leyes, en el año 1748. En ella mencionaba lo siguiente:

“En cada Estado hay tres clases de poderes: el legislativo, el ejecutivo de las cosas pertenecientes al derecho de gentes, y el ejecutivo de las que pertenecen al civil. Por el primero, el príncipe o el magistrado hace las leyes para cierto tiempo o para siempre, y corrige o deroga las que están hechas. Por el segundo, hace la paz o la guerra, envía o recibe embajadores, establece la seguridad y previene las invasiones; y por el tercero, castiga los crímenes o decide las contiendas de los particulares. Este último se llamará poder judicial; y el otro, simplemente, poder ejecutivo del Estado.

Cuando los poderes legislativo y ejecutivo se hallan reunidos en una misma persona o corporación, entonces no hay libertad, porque es de temer que el monarca o el senado hagan leyes tiránicas para ejecutarlas del mismo modo.

Así sucede también cuando el poder judicial no está separado del poder legislativo y del ejecutivo. Estando unido al primero, el imperio sobre la vida y la libertad de los ciudadanos sería arbitrario, por ser uno mismo el juez y el legislador y, estando unido al segundo, sería tiránico, por cuanto gozaría el juez de la fuerza misma que un agresor.

En el Estado en que un hombre solo, o una sola corporación de próceres, o de nobles, o del pueblo administrase los tres poderes, y tuviese la facultad de hacer las leyes, de ejecutar las resoluciones públicas y de juzgar los crímenes y contiendas de los particulares, todo se perdería enteramente”

Montesquieu

El espíritu de las leyes (1748)

Es así cómo Montesquieu, en un alegato por la libertad ciudadana y estando absolutamente en contra del despotismo monárquico imperante en la época, propuso el concepto en el que se basa la democracia liberal en la que hoy viven la mayor parte de los países de todo el mundo.


Sin embargo, Montesquieu no fue el único ilustrado en teorizar formas de estado. No debemos olvidar a otros filósofos como Jean Marie Arouet, o como lo hemos mencionado antes, Voltaire, quien propuso un modelo de estado basado en una monarquía férrea en la que las libertades populares se respetasen, además de un modelo basado en la libertad de expresión y la tolerancia, rechazando duramente los fanatismos y la intransigencia religiosa o política.

Rousseau, filósofo también francés, se oponía al filósofo inglés Thomas Hobbes, partidario de un estado autoritario y autor de obras como el Leviatán, donde se recogía su célebre máxima “el lobo es un lobo para el hombre”. El francés aseguraba que el hombre era bueno por naturaleza y la sociedad era la causante de su corrupción. En cuanto a su teoría estatal, Rousseau basaba su pensamiento en la máxima sobre la bondad del hombre y creía que la soberanía residía en el pueblo, que, en beneficio de toda la comunidad humana, llegaba a un acuerdo – una especie de contrato social – para permitir un poder superior que gobernase en su nombre.

Todas estas aportaciones de filósofos y pensadores hicieron a los monarcas más poderosos de la Europa dieciochesca pensar en introducir una nueva forma de Estado que acercara a los intelectuales al poder, llamada despotismo ilustrado. Carlos III de España, por ejemplo, abogó por esta manera de gobernar con el objetivo de elevar el nivel cultural de la población y potenciar el desarrollo económico de todo el territorio. Para esto, se fundaron instituciones educativas como universidades y academias que fomentaran el estudio de las ciencias naturales y experimentales, se realizaron desamortizaciones para aumentar la productividad económica y se llevaron a cabo reformas de toda índole.

La difusión del conocimiento, la Enciclopedia

Entre los años 1751 y 1772 y bajo la aprobación del rey Luis XV de Francia, absolutista como todos los de su línea sucesoria más próxima, los pensadores Jean Le Rond D'Alembert, Denis Diderot, Voltaire, Leclerc, Montesquieu, Turgot y Quesnay, entre muchos otros pensadores, científicos y academias, redactaron multitud de artículos con explicaciones científicas, humanísticas, literarias y sociales en una obra que llamaron Encyclopédie ou Dictionnaire raisonné des sciences, des arts et des métiers con la finalidad de intentar recopilar todo el saber de la humanidad hasta aquel entonces, siempre bajo la poderosa herramienta que era la razón, a la que, como he mencionado con anterioridad, le concedían el poder de la obtención del conocimiento y de explicar todos los fenómenos que ocurrían en el mundo.



En ella, los temas, expuestos en artículos ordenados alfabéticamente, eran tratados con multitud de ilustraciones y aclaraciones, dado que su fin principal era la difusión de los saberes de aquella época a un nivel global, y se subdividía en 35 volúmenes, que a su vez se repartían en distinta proporción en ilustraciones, explicaciones, anexos suplementarios e índices. A pesar del esmero, el rigor y el duro y crítico escrutinio al que fue sometido por parte de grupos jesuitas, las acusaciones de plagio emitidas desde relevantes Academias científicas, las diversas censuras gubernamentales y la propia autocensura del principal difusor de la obra, André Le Breton, la Enciclopedia fue un éxito rotundo para su época y se consiguieron vender decenas de miles de ejemplares en los siguientes años, permitiendo así cumplir el objetivo de sus autores, el de difundir el saber al pueblo europeo.

Siendo esto así, la sociedad europea del siglo XVIII había recibido en tal solo cincuenta años un poder emancipador sin igual; una base política sólida y nutrida por parte de las ideas de la división de poderes de Montesquieu, las visiones sociales de Voltaire y Rousseau y algunos de sus precedentes políticos, tales como John Locke y Thomas Hobbes, padres del contractualismo; una base cultural fruto de las posiciones de poder tomadas por los ilustrados y sus reformas intelectualistas y educativas a nivel estatal, un germen filosófico fundamentado en la progresiva irrelevancia de la religión gracias a los ideales deístas, agnósticos y ateos que habían propagado los ilustrados, y una base humanística, artística y científica infinitamente más amplia que en tiempos pasados gracias a la labor de difusión de conocimientos que había cumplido la Enciclopedia puesta en marcha por André Le Breton, Jean Le Rond D’Alembert y Denis Diderot.

Al igual que concluí en mi artículo La cultura de las revoluciones, que publiqué en mayo de 2021, todo este proceso de culturización de la población, unido a los intereses de la burguesía de la época en lo relativo a ostentar un cargo político de relevancia, llevó al hombre de finales del siglo XVIII a experimentar un cambio abismal y repentino en la manera de verse a sí mismo y al mundo natural que le rodeaba, dando pie a las revoluciones de los siguientes años, como la Revolución Francesa, las revoluciones liberales en numerosos países de Europa o la explosión del socialismo, que no fueron más que el proceso análogo a la explosión hormonal que sufre un individuo que pasa de la infancia a la edad adulta, mucho más dura y compleja.



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