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El deber de los intelectuales

 El deber de los intelectuales

Miguel Palma


Jean Paul Sartre, uno de los pensadores más relevantes del siglo XX, pronunció una vez una frase que me gusta recordar con cierta frecuencia; L'intellectuel est quelqu'un qui se mêle de ce qui ne le regarde pas. Algo así como “el intelectual es aquel que se mete donde no lo llaman”. Y es que, por mucho que pese en nuestra sociedad el concepto de intelectual como una persona extraña, incomprensible, críptica, ajena al interés de la gran mayoría, rodeada de cubiertas de tapa dura y poseedora de un magnífico globo terráqueo terracota, lo cierto es que su papel a lo largo de la historia del mundo ha ido, va y debe ir siempre mucho más allá de lo que estos tópicos pretenden hacernos creer.  



Karl Popper, uno de los filósofos europeos más relevantes del siglo XX 

No ha de confundirse el término sabio o erudito con el de intelectual. El concepto de intelectual encuentra entre sus posibles descripciones el de sabio; no ocurre lo mismo al contrario. Un erudito no es siempre un intelectual. Un intelectual es aquel que, incluso con su vida privada resuelta y un estatus social elevado, introduce en sus reflexiones ideas sobre el estado del cosmos, un cosmos humano, entendido como todo lo que concierne al hombre durante su existencia. Un intelectual no es tampoco aquel individuo excelso en una rama del conocimiento. Un ingeniero o un bioquímico, por muy extraordinario y relevante que sea su trabajo para el avance de la ciencia, no es un intelectual si no cumple con la condición de la crítica y la reflexión universal. El intelectual, estando irremediablemente dentro del perímetro de la sociedad de su tiempo, se traslada a su extremo más lejano y adopta una actitud contemplativa. Otea con interés las vicisitudes del género humano, sus tambaleos, sus desequilibrios, sus caídas y sus resurgimientos para, una vez concluida la reflexión, pasar a la acción. El intelectual es de naturaleza dual; a la vez es homo sapiens y homo universi. Homo sapiens porque, efectivamente, reflexiona, piensa, critica, observa. Homo universi porque es indispensable que su sapiencia, otorgada por su condición intrínseca de sapiens, influya de alguna manera en el transcurso de los acontecimientos del cosmos antrópico. 


Cualquiera que se considere un intelectual, que forme parte de aquello conocido como intelectualidad, no debe plasmar únicamente su pensamiento en el papel, en la celulosa. Su juicio no debe quedar únicamente en la comprensión de otros ilustrados. Su palabra, el producto de su intelecto, debe darse a conocer por todos los confines del universo humano. Este debe intentar reformar, construir o reformular la realidad contemporánea cuando exista en esta algún tipo de problema, injusticia o incoherencia, haciendo siempre uso de la razón y mediante la ayuda del conjunto de la sociedad, del pueblo, siendo esto último conditio sine qua non para poder gozar del estatus de homo universi. ¿Qué habría sido de la humanidad sin la existencia de una intelectualidad transgresora? ¿Cuántos inconvenientes que el género humano logró solventar en tiempos pretéritos seguirían existiendo de no haber sido por la existencia de una comunidad intelectual activa? El papel del homo universi ha trascendido holgadamente las barreras de anaqueles carcomidos y amarillenta celulosa prensada, por mucho que vacíos estereotipos vertidos al imaginario colectivo por tiranos demagogos digan lo contrario. Es su deber seguir haciéndolo.



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