Renacentismo indeseable
Miguel Palma
Leí hace unos meses en “El País” un artículo (que recomiendo) de Javier Sampedro, ilustre biólogo molecular y escritor español, titulado El hombre del renacimiento somos nosotros. El tema me resultaba curioso, puesto que no hacía muchos días había cavilado al respecto; ¿dónde están en la humanidad contemporánea los individuos que manejan una enorme variedad de ramas del conocimiento? ¿Siguen existiendo aquellos que atesoran cantidades industriales de saber en sus portentosas mentes? ¿Podemos llegar a saberlo todo? En tal caso, ¿qué ocurriría?
Seres aparentemente omniscientes se han sucedido a lo largo de la historia. Platón, pese a su notoria antigüedad, fue uno de los mayores sabios de la vieja Grecia, quién sabe si de todo su periodo histórico. Es probable que Aristóteles, su discípulo, lo fuera incluso más, al haber partido ya desde muy joven de la base que su maestro se había encargado de construir durante décadas. Tal fue su genialidad que Charles Darwin, en una carta a William Ogle, aseveró: “Linneo y Cuvier son mis dioses, pero son unos niños comparados con el viejo Aristóteles”. Leonardo, sin duda, es el epítome de polímata dentro de la cultura popular. Mostró en sus obras una habilidad artística excepcional, en sus planos un ingenio sin igual y en sus escritos un talento magnífico. En plena Ilustración encontramos a un elogioso Diderot proclamando lo siguiente al referirse a Leibniz:
“Quizás nunca haya un hombre que haya leído tanto, estudiado tanto, meditado más y escrito más que Leibniz… Lo que ha elaborado sobre el mundo, sobre Dios, la naturaleza y el alma es de la más sublime elocuencia. Si sus ideas hubiesen sido expresadas con el olfato de Platón, el filósofo de Leipzig no cedería en nada al filósofo de Atenas.”
Es a partir del siglo XIX, con el avance gigantesco de las ciencias, cuando el concepto de hombre erudito en todos los ámbitos, de sabio universal, se pierde; comenzando a cobrar fuerza la idea de especialista de una rama del saber. Se ha vuelto imposible, dado el volumen gigantesco del conocimiento humano, ser un humano universal, un hombre del Renacimiento. Sin embargo, como especie sí que podemos llegar a ser “renacentistas” o “universales”. Y esa idea, entendida como saber total, resulta aterradora desde un punto de vista existencial.
Einstein, sin duda, es considerado actualmente por toda la humanidad como un genio extraordinario y fundamental, sin el cual nuestra visión del universo estaría totalmente incompleta. Fue, obviamente, un especialista en física, a pesar de que también le llamaron la atención otros temas como la filosofía, la música o la política. Su chispa principal fue lo que Kant llamó sapere aude. Hoy en día sabemos que la concepción einsteniana del universo es incompatible con la mecánica cuántica, al colapsar ambas dramáticamente en el supuesto teórico de una singularidad. Si se llegara a alcanzar una teoría universal que aunara los conocimientos comprendidos por la cuántica y la relatividad - véase la Teoría del Campo Unificado que el propio Einstein buscó durante décadas -, la humanidad podría llegar a comprender en su completitud la física, arribando al entendimiento total de una de las ramas más complejas del conocimiento científico.
Albert Einstein en su despacho |
No sería de extrañar que sucediera algo similar con la biología, con la química o con la geología; al fin y al cabo, si la más fundamental de todas las ramas de la ciencia es explicada en profundidad y de manera total, aquellas que basan su funcionamiento en lo postulado por esta no tardarán en ser víctimas de lo mismo. Solo haría falta el ingenio humano para poder asociar elementos de la teoría estructural ya conocida con fenómenos del ámbito práctico de cada campo para finalizar la construcción íntegra de la ciencia. Es aquí donde entra mi tesis.
El hombre - y lo he recalcado al hablar de Einstein - se ha caracterizado desde tiempos pretéritos e inmemoriales por su deseo de saber; era el afán por descubrir, por ir más allá de lo establecido, por trascender lo sabido o asumido, lo que movía a la humanidad, lo que la hacía - y la hace - progresar. La curiosidad compone el engranaje fundamental del motor de la historia del género humano. Los marxistas dirán que es la lucha de clases, pero hablamos de otro asunto. El hombre, tanto el moderno en nuestros tiempos como el primordial en los albores de la historia, observa, se asombra, se fascina, quiere saber. Los humanos somos seres hambrientos. Cada centímetro cúbico de nuestro cerebro aspira a albergar el infinito. No únicamente física, astronomía, lingüística o filosofía. Las noticias de la localidad son un tipo de saber, y mucha gente siente curiosidad por ellas.
En multitud de ocasiones hemos llegado a arriesgar sobremanera nuestra propia existencia - no como especie, sino como individuos - con tal de hacer que se reconozca la veracidad de una realidad natural. Galileo estuvo en peligrosísima tensión con la Inquisición a causa de su voluntad y su afán de demostrar lo que él y la razón consideraban una verdad científica. La guerra contra el dogma ha sido, a lo largo de los tiempos, una batalla cruenta del espíritu humano contra su némesis más puro, el del conformismo intelectual y el autoritarismo de pensamiento impuesto por el terror, engendros de la codicia de poder y dominación; al fin y al cabo, el hombre también es egoísta y déspota en muchas ocasiones.
El ser humano necesita, en definitiva, saber que no sabe algo para seguir maravillándose en el camino del conocimiento, del aprendizaje. Una llegada futura de la humanidad a la condición de especie renacentista radical, si comprendemos esta condición como el entendimiento y dominio último y total de todos los resquicios del saber natural, supondría la llegada a puerto de la voluntad humana. El atenuamiento de su motivo existencial. El oscurecimiento de su motivo vital. La repentina desaparición de su sentido como ente. La extinción, no por decisión sino por imposición, del kantiano sapere aude. La deshumanización del hombre. Un suceso indeseable, desafortunado y de consecuencias indeterminadas, deducibles pero incognoscibles.
La desilusión derivada del abandono de nuevos proyectos para escalar la montaña del conocimiento científico supondría, al haber llegado a la cima, un retorno a la búsqueda de la condición humana, dependiente, ya no de la razón cartesiana, sino de la autopercepción de la propia especie. Se produciría un ensimismamiento antropológico, al haberse tratado y comprendido ya todos los asuntos cosmológicos posibles. La filosofía serviría como recreo del intelecto. Quedaría tan solo la sociedad en sí misma. Lo único sin freno, salvo catástrofe, seguiría siendo el tiempo. La historia se salvaría de su final de manera constante al ser los efectos del trabajo de Cronos insoslayables. Llegaría un momento, con el avance de los milenios, en el que toda perspectiva acerca de la naturaleza humana se habría abordado con anterioridad en algún instante. Solo quedarían el arte, la imaginación y el sueño. Y en algún punto del tiempo, entre versos, partituras y pinceles, la humanidad desaparecería, despojada de su primigenio acicate, desnaturalizada por el renacentismo estructural antaño alcanzado. Un renacentismo indeseable. Sigamos dudando, observando, fascinándonos. Que el saber nunca acabe. Desaparezcamos con un robusto sapere aude en nuestro espíritu.
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ResponderEliminarEl último hombre que lo supo todo fue Athanasius Kircher, y hoy es recordado únicamente por su monumental metida de pata al intentar descifrar los jeroglíficos egipcios. Claro que aún más olvidado está Lorenzo Hervás y Panduro, autor de un pionero Catálogo de las lenguas y de un intento más fundamentado de descifralos.
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