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¡Adiós, Dios!

¡Adiós, Dios!


Miguel Palma (@miguelpm_04)


Desde Könisgberg nos dice Immanuel Kant que “Dios no es un producto de la experiencia” - y por lo tanto, inferir algo similar a su existencia no es más que la consecuencia de echar a volar la imaginación de la forma más irracional e ilusoria -. En Tréveris proclama Marx que “la religión es el opio del pueblo”, y desde Beaumont-en-Auge Pierre-Simon de Laplace le contesta a Napoleón que Dios es ya “una hipótesis innecesaria” en su obra acerca del funcionamiento determinista y newtoniano del universo. Sartre y De Beauvoir renegaron pronto también de lo divino. Nietzsche consideró al cristianismo “platonismo vulgar” en una de sus múltiples cruzadas contra el idealismo racionalista del ateniense. Da la sensación de que Dios - y la propia religión que en este se sustenta -, pese a haber seguido en el centro del pensamiento de muchos de los grandes filósofos de los últimos dos o tres siglos, ha perdido la relevancia que antaño tenía. Ya no está en el seno de los grandes debates, ya nadie se preocupa siquiera por su existencia; Dios, socialmente, no existe.


Carlos Alberto Marmelada, en su nueva obra “Cómo hablar de Dios con un ateo”, publicada por la editorial Sekotia, nos habla, como bien se indica también en su portada, acerca de la presencia de Dios en las sociedades posmodernas. Pese a que me he mantenido firme durante toda la lectura en mi posición “russelliana” - una especie de agnosticismo ateísta -, la obra es ciertamente formidable; no solo he aprendido toneladas de filosofía, sino que me he replanteado de manera integral el sustento de mi posición respecto a Dios y he derribado en mí mismo preceptos arraigados de dudoso fundamento epistemológico. Si ese era el impacto que Carlos Alberto pretendía causar en el lector, he de reconocer con total honestidad que lo ha conseguido. Pero no es este artículo una reseña o una revisión de su obra, sino más bien una breve discusión o una “reflexión para la humanidad” acerca de algunos de los conceptos ahí mencionados; la sociedad del indiferentismo, el agnosticismo teórico y el ulterior imperio el ateísmo práctico. 


Como se mencionó en el primer párrafo, se ha producido en los últimos tiempos la muerte social de Dios. Hoy en día, a la mayor parte de la población no le importa Dios. Mientras que durante parte del siglo XX y principios del siglo XXI el debate acerca del papel y las implicaciones de Dios, así como su relación con la ciencia y el funcionamiento del universo, estaba vigente gracias a figuras intelectuales como el astrónomo neoyorquino Carl Sagan o el astrofísico británico Stephen Hawking, ahora mismo la presencia de este tipo de eventos se ha reducido al mínimo. A nivel social, la cuestión acerca de Dios se ha vuelto irrelevante: en términos generales, ya no existe un grupo que defienda su existencia de manera ferviente, casi militante, y otro que haga lo mismo con precisamente lo contrario; este debate, que era lo único que mantenía con vida a Dios, ha muerto. Se ha impuesto un sentimiento de indiferencia ante Dios - el denominado indiferentismo religioso al que se refiere el autor de la obra reseñada -, como si este no tuviera ya nada que ver con la humanidad. Viviríamos, pues, en una sociedad posatea, en la que el ateísmo enraizado y argumentativo habría muerto para dar lugar a un ateísmo práctico, superficial y basado en presupuestos y presunciones.


Podrá reprocharse, respecto a la última cuestión, que no ha de existir necesariamente un bando que defienda de manera fervorosa la inexistencia de Dios, ya que, como postuló Bertrand Russell con su “paradoja de la tetera” en el artículo “Is there a God?”, la carga de la prueba respecto a la existencia de Dios debe imponerse sobre aquellos que la afirman, dada la imposibilidad lógica que supone la demostración de una inexistencia. Siendo esto así, existe la posibilidad de pasar a enfocar el debate de otra forma; un ateo puede, con el fin de discutir con alguien creyente acerca de la utilidad de Dios - y no ya acerca de su inexistencia, dado el absurdo que esto supone -, construir una cadena argumental interrogativa ascendente que haga al teófilo dudar acerca de su propio pensamiento. Cuestionando los cimientos fundamentales de “la creencia” - el porqué del pensamiento creyente, el sentido de la existencia de Dios en el mundo - puede llegarse a una conclusión sencilla: el absurdo, dada su inutilidad total en el universo y en el hombre, que supondría la existencia del Dios que normalmente conocemos. Ha de admitirse, independientemente de la religiosidad de cada uno, que la ciencia es capaz de explicar ya todos los fenómenos antaño atribuidos a una deidad, por lo que la existencia de este, aun pudiendo ser cierta, sería, en el mejor de los casos, extraordinariamente pasiva, si no meramente contemplativa. De cualquier manera, este razonamiento únicamente es capaz de modificar la percepción acerca de la raison d’être de una deidad, pero de ninguna manera prueba nada acerca de su existencia - algo que es tarea, como se ha recalcado anteriormente, de los teístas-. 


Pese a que en mi opinión la reducción al mínimo de la raison d’être de Dios conforme se han ido extendiendo de manera certera los conocimientos en todas las áreas del saber humano debe ser necesariamente consecuencia directa de una inexistencia, no es mi pretensión en este artículo la de imponer la subjetividad ante el razonamiento general - a pesar de que es común que en las argumentaciones, incluso cuando la intención es llegar a la máxima objetividad, se sesgue el razonamiento hacia el sentir de uno mismo -. No me parece razonable, por otro lado, la imposición del ateísmo desde una atalaya de superioridad general y un espíritu destructivo frente a lo religioso. El neoateísmo representado por, entre muchos otros, Richard Dawkins, Christopher Hitchens, Sam Harris y Daniel Dennett, presenta al espíritu de la ciencia y a la voluntad de la religión como dos términos antitéticos; esto, más allá de no ser así, genera un conflicto peligroso; si se presenta a la ciencia como enemiga de la religión, aquellos creyentes conservadores más aferrados al mundo eclesiástico podrían llegar a la conclusión de que la ciencia es algo que actúa en su contra y que, por lo tanto, es necesario combatir. Esta reacción puede generar movimientos anticientíficos que pongan en peligro asuntos tan importantes como la salud de la población o la educación universal, por lo que conviene dejar claro que no es el objetivo de la ciencia el de batallar con la religión; han de distinguirse claramente sus papeles y finalidades; mientras que de manera innegable la ciencia ha de ocuparse de los asuntos materiales del mundo, que van desde la salud de los humanos y el resto de seres vivos hasta la construcción de aeronaves, laboratorios e incluso ciudades, la religión puede tener un papel importante en el plano espiritual del ser humano. El neoateísmo, por lo tanto, tiene el deber de dejar de generar un debate tan exaltado y polarizante para pasar a transformarse en algo dialogante y tolerante con las instituciones religiosas.


Para concluir, y volviendo a lo mencionado con anterioridad, parece poco razonable la expulsión - o muerte - social de Dios, ya que el estudio de sus distintas concepciones a lo largo de la historia es sin duda un hilo conductor para conocernos como especie y lograr trazar una evolución del pensamiento humano. Debe estarse a favor de una eliminación de los vínculos entre Dios - y su institución en la humanidad en cualquiera de sus formas - y los Estados del mundo, con el fin de evitar una construcción de la sociedad sobre algo de lo que no existe certidumbre alguna, pero bajo ningún concepto debe tratar de eliminarse del debate público a Dios, ya que es uno de nuestros rasgos definitorios como especie. Creamos o no, no nos despidamos de Dios; su mera presencia fonética o nominal enriquece la dialéctica y el pensamiento.


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