Aquello que nos une
Mío, tuyo, suyo, vuestro y suyo una vez más. ¿Dónde queda el “nuestro”? Todos tenemos claro que, en algunos aspectos de nuestra vida, ciertas situaciones nos atañen exclusivamente a nosotros, o quizás a quienes forman parte de nuestra cotidianidad. Desgracias como crisis, guerras, pobreza, hambre, enfermedades e iniquidades de uno u otro tipo nos parecen ajenas. Vivimos inmersos en el poderosísimo absolutismo del día a día, con nuestra personalidad impregnada de aquellos elementos que nos afectan de manera visible y clara. No hay tiempo para la reflexión global, que es considerada actividad impropia de personas productivas y de provecho. Ignoramos el hecho de que quizás algunas dificultades por las que pasamos diariamente se deben a factores exógenos, totalmente distanciados de lo que consideramos palpable y realmente determinante. Nos mantenemos aparentemente incólumes cuando lo horrible, helante, desgarrador y mortal se encuentra — ¡parece! — en otros lugares, sin saber que el mundo no es más que un ente indisoluble compuesto por un entramado de causas, consecuencias y particularidades que esconde un cariz universal que nuestra exigua y segmentada visión global es incapaz de llegar a atisbar con lucidez. Todo aquello que repercute negativamente en la vida de un uzbeko no es más que un cisma de apariencia transparente e invisible en el seno de la auténtica naturaleza del español, el malayo o el chileno; el ser humano.
Aquello que nos une, lo que nos es común, no es sino el componente fundamental de esta red indisoluble que denominamos sociedad global; más allá de etnias, identidades, géneros o estatus sociales, todos pertenecemos a la humanidad. El vínculo que tenemos con ella es inquebrantable y determinante, por lo que es nuestro deber como humanos neutralizar cualquier ultraje a la que es nuestra familia ontológica fundamental; todo aquello que amenace la pluralidad de lo humano merece una reflexión y un intento de ataque por parte de todos y cada uno de los integrantes de nuestro particular conjunto. ¡Si ya lo decía Terencio! “Homo sum, humani nihil a me alienum puto” —“soy hombre, nada humano me es ajeno”— . No podemos, como hemos decidido hacer erróneamente durante los últimos tiempos, ignorar, en aras de la fortaleza de nuestra individualidad, el auténtico espíritu que nos caracteriza como especie; estamos en la obligación de realizar un profundo ejercicio de introspección y autorreflexión, como si nos encontrásemos poniendo bajo sospecha todo rasgo que define el dintorno de nuestra cultura, para así lograr avanzar hacia un sistema de valores en el que prime una universalidad basada en el sujeto. No podemos pretender pensar que todo lo que hemos conseguido hasta hoy es suficiente para vertebrar y sostener un sistema de esta naturaleza, puesto que resulta evidente que hoy en día las características e identidades de muchos de nuestros “correligionarios ontológicos” son constantemente cuestionadas y vilipendiadas, y parece claro que la única forma de llegar al universalismo es reconociendo, tanto en la teoría, donde la meta se encuentra no demasiado lejos, como en la praxis, donde todavía avanzamos erráticos y serpenteantes, casi concatenando tropiezos, el derecho al reconocimiento pleno de la identidad del individuo para que este pueda de una vez por todas enmarcarse en ese anhelado sistema universal en el que primen la auténtica igualdad, la libertad, la racionalidad y la autonomía. Lo que hoy sucede en la lejanía puede convertirse en una tendencia que acabe arrasando en el futuro a quienes antaño tan solo oteábamos con indiferencia y sin intención interventora. Es por esto que es necesario, como ejercicio de intelecto y de moral, el retorno del humanismo; solo de este modo lograremos arribar a la autoconciencia universal, que no es más que el descubrimiento de aquello que nos une.
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