La construcción del devenir
Miguel Palma
En el primer capítulo de la obra El tema de nuestro tiempo (1923), Ortega y Gasset nos presenta las dos concepciones dominantes acerca de la historia que durante siglos habían estado enquistadas en el seno de la filosofía de la historia: la primera de todas ellas, colectivista, postulaba que las “muchedumbres difusas” eran las protagonistas del desarrollo de los tiempos; la otra, individualista, proponía que determinadas “individualidades egregias” habían sido quienes se habían encargado de poner en funcionamiento el motor de la historia haciendo uso de sus extraordinarias capacidades. La concepción histórica orteguiana, como también ocurriría con el perspectivismo, se encontraría, en aras de cierto sincretismo, en una negación de ambas posturas con la finalidad de llegar a una estructura todavía más elemental.
Si bien es cierto que a lo largo de la historia de la humanidad hemos podido observar con claridad cómo individuos extraordinarios, superiores en lo intelectual a muchos de sus coetáneos, han revolucionado o reformulado las ideas predominantes de una época para dar lugar a nuevos tiempos, Ortega — quien se refiere a la historia como una “disciplina biológica” — recalca que este hecho es posible únicamente porque quienes han sido “hombres enérgicos” se han insertado profundamente en la realidad de su tiempo, impregnándose de todo aquello que atañía, determinaba y configuraba a la masa — concepto que desarrolla en su obra La rebelión de las masas (1929) —, es decir, al vulgo, el grueso de la población, ya que de lo contrario, de ser el individuo heterogéneo a la muchedumbre, su pensamiento no se fundiría en el cuerpo social de la época y caería en la intrascendencia histórica. Así, cada época, cada generación, como diría Ortega, sería el resultado de un “compromiso dinámico entre masa e individuo”.
De esta forma, podemos arribar al planteamiento de que la historia, lejos de ser un ente dual estático y firme en el que ambas partes no se conectan entre sí, consistiría en, efectivamente, un sistema dual, pero de naturaleza dinámica, en el que ambas partes tendrían que estar conectadas, como ya lo estuvieron res cogitans y res extensa gracias a la glándula pineal en el marco de la filosofía cartesiana, con el fin de poderse elaborar un proyecto auténticamente universal — esto es, omnímodo, que congregue y unifique a todos los humanos, independientemente de la que pudiera ser su circunstancia — del devenir y el desarrollo histórico. La historia se fundamenta principalmente, pues, en la existencia de individuos de dos clases o géneros bien diferenciados; los ideadores, que proponen, valga la redundancia, ideas, y funcionan como generadores del (nuevo) pensamiento vigente en el futurible paradigma, y los ejecutores, la gran mayoría de la población, cuya función es legitimar de una u otra manera el cambio de paradigma puesto en marcha por las propuestas de los padres del pensamiento, los ideadores; solo así, con la acción de ambas partes de lo que podemos considerar sociedad, pueden construirse y constituirse verdaderamente los nuevos tiempos.
Sin embargo, el hecho de que esto sea de esta forma y no de otra no implica, como aparentemente se cree — o se creen — en nuestros tiempos, que la legitimación de las ideas deba ser automática, irreflexiva y acrítica, como si cualquier cosa que el pensador e ideador de los tiempos pudiera decir fuera correcta e irreprochable. Para legitimar ciertos planteamientos de cara a la renovación de un paradigma que conduzca a la humanidad hacia una nueva etapa histórica es indispensable conocer en profundidad tanto los fundamentos como las implicaciones de las ideas postuladas, ya que estas no son insustanciales o simples modificaciones de aquello que nos antecedió cronológicamente, sino que representan un cambio notable en la manera que los hombres tienen de relacionarse con la humanidad — Ortega denominaría “sensibilidad vital” a esta relación hombre-humanidad a la que me refiero —, que no es sino el medio dentro del cual se desarrolla la historia, el sistema que permite que se generen los sucesivos cambios que nos hacen avanzar, ya sea positiva o negativamente. De una manera u otra, el hecho de que cambie un paradigma supone una reforma — si no una remodelación total — de los pilares elementales de nuestra conducta; los cambios del mundo humano repercuten, si nos ceñimos a la concepción heideggeriana del hombre como un ser-en-el-mundo, en nuestra propia naturaleza ontológica.
De este modo, la vida — refiriéndome a la vita humanitas, es decir, la vertebración de todas las circunstancias particulares individuales en torno a un sistema unitario y universal común a toda la humanidad — se vería afectada por esta sucesión de paradigmas construidos, constituidos y establecidos por todos y cada uno de los que habitan y habitamos la ecúmene. Numerosas tesis en lo que respecta a cuál ha sido el auténtico espíritu o motor de la historia universal pueden ser explicadas o fundamentadas de una manera todavía más profunda haciendo uso de esta concepción; el materialismo histórico que Marx desarrolló podría responder, pues, a una sucesión de cambios en el modo en que los hombres han concebido el sistema en el que se ha desarrollado su existencia, la humanidad. Es posible explicar la sucesión de los sistemas de producción a los que se hace referencia en el marxismo como diversos y constantes cambios en la percepción que ha tenido el hombre de la estructura social del sistema humano; mientras que en unos tiempos quizás se ha asumido con resignación el hecho de la existencia de una jerarquía y de la inevitabilidad de la injusticia y el abuso, en otros más esperanzadores ha podido calar hondo el pensamiento de que la realidad en la que se desarrolla nuestra cotidianidad debe ser libre, móvil y no jerárquica, y decididamente más justa. La explosión científica que se produjo durante toda la Edad Moderna sería también consecuencia de algo similar; el rechazo del teocentrismo y su sustitución por un antropocentrismo humanista podría explicarse como un cambio radical tanto en la percepción de cómo el hombre tenía que actuar frente a la naturaleza como en su relación con esta, produciéndose así una notable mutación de actitud frente al propio conocimiento del universo, no subordinado ya a la fe, dependiente de Dios, sino al juicio autónomo de la razón, propiedad exclusiva del hombre.
En resumen, cabría considerar la construcción de un devenir histórico — también para los tiempos que corren — como el fruto de una colaboración dinámica y efectiva de, como se citó anteriormente, masa e individuo, con el fin de tratar de llegar a establecer unos “nuevos tiempos” que representen de una manera lo más fidedigna posible todas las irregularidades y peculiaridades de todos aquellos que poblamos el mundo y nos enmarcamos dentro del sistema general de la humanidad. La históricamente tan ansiada democracia solo alcanzará su plenitud en el momento en el que un auténtico cambio en la historia universal — esto es, también en el propio espíritu de todos los hombres — responda al total de las características y circunstancias de la entera humanidad, porque entonces y solo entonces se estarán teniendo verdaderamente en cuenta todas las teselas del mosaico de nuestro ser.
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