Libertad depauperada
Quizá demasiado a menudo escuchamos que las proclamas políticas de la actualidad se construyen gracias a un término que podríamos considerar ya totalmente devaluado y despojado de toda profundidad filosófica: la libertad. ¿Sabemos verdaderamente lo que implica o simplemente se trata de un concepto que progresivamente se ha ido degenerando hasta llegar a la categoría de “lugar común”?
Miguel Palma
La pregunta sobre la libertad es, probablemente, la más importante de la historia del pensamiento. No hay filósofo, historiador, sociólogo, literato o antropólogo que no haya escrito e incluso pontificado acerca de ella. García Lorca ponía lo siguiente en boca de Mariana Pineda, liberal decimonónica, en su obra del mismo nombre: “En la bandera de la libertad bordé el amor más grande de mi vida”. Unamuno, por seguir en la senda hispánica, aseveraba lo siguiente: “la cultura da libertad”. Ortega, su sucesor, sentaba cátedra con su lapidaria afirmación “la libertad no ha aparecido en el planeta para desnucar el sentido común”. En el mundo germano de la Ilustración, Kant decía “Así pues, libertad y ley práctica incondicionada se implican recíprocamente una a otra”. En este caso, ley práctica incondicionada se asemeja a un término que solemos manejar con cierta asiduidad: la autonomía. Y es que entre todo lo que se ha citado y el paralelismo entre la sentencia kantiana y el popular concepto de autonomía parece encontrarse la solución a este enigma.
Emilio Lledó, filósofo sevillano, acostumbra al lector a llevar sus ensayos por la senda de la etimología. Es decir, desarrolla sus argumentaciones filosóficas gracias al análisis meticuloso del origen de las palabras. Trataremos de hacer lo mismo aquí. En el caso del vocablo autonomía, estamos ante un ejemplo sencillo y visible: este está compuesto por la unión del prefijo auto-, que viene del griego y significa “por uno mismo” o “por sí mismo” y “-nomía”, cuyo origen etimológico se encuentra también en el griego y proviene de nomos, que viene a significar “ley” o “norma”. Así, se dice que el comportamiento de un individuo es autónomo cuando está regido por la ley que elabora uno por sí mismo. Evidentemente, esto no quiere decir que cada uno deba comportarse de una manera totalmente distinta - e incluso antagónica - a la del resto de individuos hasta el mismo punto de alcanzarse la confrontación violenta, ya que está claro que este modus operandi no facilitaría en absoluto el camino hacia la pretendida convivencia cívica. Así pues, cuando se habla de autonomía, se habla de manera inevitable de saber cómo actuar dentro de los límites de un marco ético establecido que garantiza la convivencia cívica. De este modo, un comportamiento social autónomo ejemplar sería la elaboración de un criterio propio y razonable acerca de un tema concreto sin dejarse llevar por la tentación que pueda suponer el hecho de sumarse a una corriente dominante pero demagógica y acrítica. Y es aquí donde entra el asunto del conocimiento extenso acerca del mundo, de la realidad antrópica, o lo que es lo mismo, la cultura a la que se refería Miguel de Unamuno.
Hemos mencionado la necesidad de tener un criterio autónomo de cara a las decisiones personales - que realmente acaban teniendo una repercusión directa con el ámbito social, puesto que ambas se rigen, si somos realmente coherentes, por los mismos criterios -. Ahora la pregunta recae, sin embargo, sobre el método para poder tener un criterio autónomo. Y aquí hay que realizar una labor muy sutil, similar a la búsqueda de la que se encarga el zahorí. La autonomía está directamente relacionada con el hecho de tener conocimientos certeros acerca de un asunto. Alguien sin conocimiento no sabrá discernir entre un discurso o una afirmación realista y una demagógica y tentativa pero utópica o indeseable por quién sabe qué factor. Por esto mismo es importante el conocimiento, es decir, la cultura; para no dejarse engañar por lo que dice otro y perder así, dramáticamente, la autonomía individual. Cuando uno ha leído numerosos libros y ha visto cómo multitud de personas han argumentado a favor o en contra de la postura del contrario, tiende a comenzar a imitar esa actitud ante el nuevo conocimiento, es decir, desarrolla el sentido crítico. Cabe recalcar que la condición de posibilidad de lo aquí descrito se encuentra en el hecho de no tomarse lo escrito por un autor lo suficientemente en serio como para asumirlo, pero sí como para tenerlo en cuenta de cara a emitir un juicio propio o tomar una decisión. El sentido crítico es un pilar elemental de la autonomía, y va de la mano del término conocimiento; también del concepto libertad, como ahora se observará. El sentido crítico se manifiesta cuando, ante un número considerable de opiniones u opciones, el individuo es capaz de elegir una que se adapte a su código ético o conductual gracias a sus propias aptitudes intelectuales, cuyo uso es necesario en el análisis de las ventajas y las desventajas de cada una de las opciones. Y esto, elegir entre múltiples opciones de acuerdo al pensamiento real de uno mismo, es la auténtica libertad. Frente a la libertad caprichosa e impulsiva, es decir, la libertad que se define con un “hacer lo que a uno le dé la gana en un momento determinado, sin pensar en las consecuencias”, debe imponerse este tipo de libertad, la libertad reflexiva o racional, aquella que puede describirse como un “hacer lo que se tiene que hacer, tras un análisis racional y basado en extensos conocimientos, en un contexto dado”. La propia extensión de la definición ya da pistas de qué especie de libertad es más compleja, coherente y beneficiosa a largo plazo, tanto a nivel general como a nivel particular. No existe la libertad si no se piensa en las consecuencias ulteriores de la misma: la libertad caprichosa, el libertinaje, en definitiva, es en realidad lo contrario a la libertad racional, ya que sus consecuencias finales suelen ser desastrosas, en oposición a las de la libertad racional, que suelen ser universalmente beneficiosas para el grupo, la comunidad o, si hablamos de escalas de una categoría superior, la humanidad en su completitud. Quizás ese "aquello que acaba yendo contra nosotros mismos" es lo que Ortega quería señalar cuando hablaba con cierto grado de consternación acerca del "desnuque" del sentido común.
Por desgracia, aquello que prevalece en la sociedad de nuestro tiempo es un libertinaje disfrazado de legítima libertad racional, y de él tiran multitudes personalidades de la política para construir proclamas partidistas y electoralistas; hacen pensar a la mayoría de la población que gracias a ellos ejercerán realmente su autoeditada y constituida autonomía para, en el fondo, arrebatársela vilmente en una maniobra que debe definirse, cuando menos, como embustera y liberticida. El placer vence siempre a la prudencia, da igual cuáles sean sus consecuencias, porque es más fácil ver lo que ya se abalanza sobre nosotros que las siluetas que apenas se divisan en el horizonte. Y si es cierto aquello que dicen de que la política no es más que un reflejo de todo lo que acontece en la sociedad, ¿no se puede hablar de que habitamos en un estado de libertad despojado de su sentido real y profundo? O lo que es lo mismo, ¿vivimos acaso en un mundo de libertad depauperada?
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