Pensar la ciencia
Miguel Palma
Normalmente, cuando hablamos acerca del término “pensador”, tendemos a asumir de una manera precipitada y probablemente errónea que nos estamos refiriendo a individuos profundamente implicados en el minucioso estudio de las humanidades, esto es, de las grandes ideas del hombre; los filósofos, los literatos, los historiadores y los antropólogos son aquellos que responden a la semántica del concepto. Por su parte, el término “científico”, en su sentido más individual y humano, regularmente es interpretado como alguien que, frío y ajeno a toda clase de sofisticación humanística, calcula, observa, figura, plantea y teoriza de una manera extraordinariamente rigurosa, con un método infalible, ingénito, incuestionable y milenario que se mantiene incólume ante los ramalazos del tiempo y el desarrollo del pensamiento. Pese a que esto se haya asumido como cierto y haya calado ya de manera bien profunda en la conciencia colectiva, cabe resaltar, sin embargo, que la dualidad aquí expuesta no es en realidad así. Esta comprensión del pensamiento, es decir, las humanidades, como un compartimento que en nada se asemeja y nada comparte con su vecino, en el que se halla el saber científico, no es más que un producto de la hipersimplificación laboralista en la que nos exige vivir nuestra actual coyuntura histórica, social y económica.
Es necesario pensar la ciencia. Este no es un imperativo que deba manifestarse en nuestro tiempo por un motivo concreto, sino que ha sido una constante que ha discurrido, como el propio fenómeno mismo de lo que hoy denominamos historia, desde los propios orígenes de la inteligencia del género humano. “Pensar la ciencia” implica no verla a ella en sí misma como si se tratase de un mero medio inmutable, calculador y frío para obtener un conocimiento absoluto, sino como algo que, por fuerza, debe ser revisado y pensado profundamente, no tanto por sus resultados, sino por las implicaciones y relaciones que estos mismos tienen sobre las teorías de las que emanan. Con esta empresa admirable se encuentra el filósofo, que no puede sencillamente ejercer la función de mero demiurgo, sino que tiene el deber de comprender los objetivos internos de la ciencia misma y hallar la manera de que resultado y método logren coexistir y formar una sola unidad de sentido que no dé pie a cavilaciones con cierto potencial antitético dentro de sí misma. La propia historia del saber científico se ha encargado de despertar la atención de los filósofos para que ellos mismos se encarguen, en más de una ocasión, de elaborar un método capaz de relacionar el lenguaje de la ciencia - las matemáticas - y su objeto de estudio - esto es, la naturaleza -. De esta forma, Galileo, quien no puede ser considerado únicamente un científico, sino también un excelso filósofo, no asentó en exclusiva las bases de la mecánica moderna, sino que, en su obra publicada en 1632, “Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo”, elaboró el esquema lógico-epistemológico que hasta hoy en día se utiliza cuando se trata de postular hipótesis, leyes o teorías científicas y que sin duda ha determinado el método científico que ha configurado el conocimiento natural durante la modernidad. Con Einstein, por otra parte y en otro tiempo, sucedió algo similar, puesto que fue él quien se encargó de repensar concienzudamente el paradigma newtoniano por vez primera, adaptando su obra a la totalidad de la naturaleza del cosmos - el espacio y el tiempo - y suponiendo que aquello que hacía que naturaleza y lenguaje científico no formasen la ya citada unidad verosímil de sentido no era lo primero, sino el modo de expresión de lo segundo, insuficientemente preciso y omnímodo.
Ortega y Gasset, en las páginas 46 y 47 de su obra “¿Qué es filosofía?”, estableció con firmeza, gran sabiduría y buena precisión lo siguiente:
“No hay mejor síntoma de madurez en una ciencia que una crisis de principios. Ella supone que la ciencia se halla tan segura de sí misma que se da el lujo de someter rudamente a revisión sus principios, es decir, que les exige mayor vigor y firmeza. El vigor intelectual de un hombre, como de una ciencia, se mide por la dosis de escepticismo, de duda que es capaz de digerir, de asimilar. La teoría robusta se nutre de duda y no es la confianza ingenua que no ha experimentado vacilaciones; no es la confianza inocente, sino más bien la seguridad en medio de la tormenta, la confianza de la desconfianza”
Y es que, como en muchas ocasiones más puede suceder con el insigne erudito que era Ortega, en sus palabras parece encontrarse la verdad que la propia historia del saber nos ha constatado. La ciencia como ente, constituida ya no solo por el corpus teórico asentado por el insoslayable suceder de los siglos, sino también por quienes en su eximia individualidad se han encargado de darle forma, no confía cándidamente en lo ya postulado sino que se cuestiona una a sí misma y otra vez en aras de su propia precisión fáctica. La única manera de que esto verdaderamente se logre es, como puede inferirse, mediante el cuestionamiento del “cómo” se ha obtenido el conocimiento. En relación a esto, Ortega declaró lo siguiente acerca de la revolución física y metodológica - esto es, en última instancia, epistemológica - que había traído consigo el advenimiento de la teoría de la relatividad:
“Los principios físicos son el suelo de esta ciencia, sobre ellos camina el investigador. Pero cuando hay que reformarlos no se pueden reformar desde dentro de la física, sino que hay que salirse de esta. Para reformar el suelo es preciso, evidentemente, apoyarse en el subsuelo. De aquí que los físicos se viesen obligados a filosofar sobre su ciencia, y en este orden el hecho más característico del momento actual es la preocupación filosófica de los físicos. Desde Poincaré, Mach y Duhem hasta Einstein y Weyl, con sus discípulos y seguidores, se ha ido construyendo una teoría del conocimiento físico debida a los físicos mismos”
Y a la última oración podría humildemente agregarse una coma y un “que han trabajado para ello como auténticos filósofos”. Dentro del contexto general del ensayo, Ortega mencionaba posteriormente que no dejaba de resultar curioso e incluso irónico que mientras la filosofía se había ensimismado ella misma en la elaboración de una teoría del conocimiento que, impregnada de cierto sentimiento de servidumbre, fuera capaz de fundamentar el saber físico que durante todo el siglo XIX había reinado entre las ciencias, hubiera sido la propia física, desde sus propias entrañas, quien se había encargado de solucionar su crisis de principios - en definitiva, su crisis metodológica o epistemológica - y de adecuar el lenguaje teórico-matemático a la realidad natural que pretendía describir. Porque sí, en eso se basa, grosso modo, la ciencia moderna, o al menos la ciencia física; en articular de la manera más idónea posible el lenguaje que el hombre usa para describir y comprender el universo con la naturaleza elemental de este. Esta concepción, sin embargo, no ha sido una constante temporal, sino que es una consecuencia de las vicisitudes evolutivas que también ha sufrido el propio pensamiento encargado de pensar la ciencia. Frente a un Platón que formula un principio de symploké y recalca la imperiosa necesidad de conocer la matemática para poder ingresar en su Academia, nos encontramos a un Aristóteles que postula la división de los géneros y que no concibe, como ahora sí hacemos, que las matemáticas puedan tener algún papel a la hora de adquirir conocimientos acerca de la naturaleza física. Descartes, en gran parte fundamentador de la epistemología moderna gracias a su proyecto racionalista, postularía por su parte en “Reglas para la dirección del espíritu” (1628) la unidad de la ciencia, que estaría íntimamente relacionada con un imperio universal de las matemáticas. Y fue así como, gracias a esta puesta en valor de las matemáticas por parte de Descartes, se generaría un enorme terremoto en la epistemología que serviría de sustento de los avances científicos durante toda la modernidad. De este tremor inmenso del saber pueden recogerse las siguientes citas señeras:
“La filosofía está escrita en este gran libro, el universo, que permanece continuamente abierto ante nuestros ojos. Pero uno no puede comprender el libro a no ser que primero aprenda el lenguaje y aprenda a leer las letras con las que está escrito. Está escrito en el lenguaje de las matemáticas”
Galileo Galilei, Il Saggiatore
“Así como el ojo fue creado para ver colores, y el oído para oír sonidos, así la mente humana fue creada para entender no cualquier cosa que a usted le plazca, sino la cantidad”
Johannes Kepler, Opera
“Yo afirmo, sin embargo, que en toda doctrina particular de la naturaleza solo puede haber tanta ciencia propiamente dicha como matemática se encuentra en ella”
Immanuel Kant, Principios metafísicos de la ciencia de la naturaleza
Como puede leerse con claridad, las matemáticas constituyeron a partir del siglo XVII el pilar fundamental del conocimiento científico. Y esto, claro, no fue más que una consecuencia de una especie de re-pensamiento de la ciencia - que había estado fundamentada a lo largo de la Edad Media en la concepción aristotélica - por parte de estos primeros pensadores de la modernidad temprana, que a la vez ejercieron de excelsos matemáticos y de sobresalientes filósofos o teóricos de la ciencia. Galileo traicionó tan duramente el legado de Aristóteles que, en su texto fundamental acerca de lo que hoy en día podemos considerar teoría de la ciencia, regresó a Platón en contenido - esto es, retomando el concepto de idea o universal y aplicándolo a aspectos de la realidad física - y en estilo literario - ya que “Diálogo sobre los dos sistemas máximos del mundo” está escrito en forma de diálogo platónico -. De aquí se deduce que la modernidad, producto de un re-pensamiento de lo medieval, supuso el triunfo duradero de Platón sobre Aristóteles.
Ahora bien, retomando el asunto principal con el que se había vertebrado la estructura de esta explicación, parece que queda claro, a partir de la lectura sesuda y analítica de la obra de Ortega “¿Qué es filosofía?” y de la comprensión del paradigma físico y epistemológico en el que esta encuentra su raison d’être, que tratar de cuestionar constructivamente la ciencia de cara a un potencial avance de calibre variable es la única y fundamental condición de posibilidad de su propio progreso. Será solo cuando hagamos con rigor esta labor propia del filósofo cuando podremos aseverar que nos encontramos en el camino hacia la verdadera construcción de un conocimiento científico universal.
Comentarios
Publicar un comentario