Los amigos
A todos nos parece claro que, a día de hoy, una vida feliz es aquella que se desarrolla en el seno de una comunidad en la que nos hallamos debidamente insertados, en compañía de otros que nos rodean con gusto, estimándonos, apoyándonos y determinándonos como individuos. Cuando somos pequeños, es nuestra familia la que suele cumplir esta función; los padres, además de ser quienes se encargan de la crianza de sus retoños, son, por norma general, los primeros amigos de los mismos. No es ya hasta la primera infancia o, en algunos casos, la adolescencia, que surge la figura del amigo, que es, además de fundamental para la construcción y la afirmación del carácter del individuo, tan prodigiosa como diversa y personalísima.
Y es que para prueba de la relevancia del concepto está el hecho de que no poco se ha hablado de los amigos a lo largo de la historia universal. Menandro, un comediógrafo griego de la antigüedad, consideraba que solamente podía ser feliz aquel que había contado con la oportunidad de hallar la sombra o el amparo de un amigo. Robert Louis Stevenson, el autor de La isla del tesoro (1882), decía lo siguiente: “mientras se tenga solo un amigo, nadie es inútil”. Emily Dickinson, por su parte, afirmaba que todo su patrimonio eran sus amigos. Esto puede ser verdad, sin duda, y está claro que citas como estas son muy valiosas de cara a la reflexión, pero es razonable pensar que tales afirmaciones no pueden sustentarse adecuadamente si no se sabe bien lo que es un auténtico amigo. A lo largo de nuestra vida, numerosas personas pueden mantener una relación de cordialidad o buen trato con nosotros, pero cuando llega la hora de la verdad, distinguir a un verdadero amigo de un conocido al que se le tiene un nivel considerable de aprecio temporal puede ser complicado. Una vez más, la respuesta a este interrogante podemos encontrarla en las entrañas de nuestra rica tradición intelectual.
Aristóteles, quizás uno de los pensadores clásicos que más ha discutido en sus obras el asunto de la amistad, habló de la φιλíα (philia), una clase de amor fraternal que experimentaban entre sí los buenos conocidos o los miembros de una misma comunidad. Al tratar este tema, Aristóteles dividía su concepto de amistad fraternal en varias categorías diferentes, entre las que distinguimos: la amistad por utilidad, en la que los individuos se asocian por un beneficio mutuo; la amistad por placer, de naturaleza accidental, que suele darse entre los jóvenes y finaliza por lo general con la maduración de los propios integrantes de la relación, y la amistad virtuosa. Esta última clase de amistad es considerada por Aristóteles la amistad suprema, y, en cierto modo, la amistad que puede considerarse a sí misma como tal en el sentido más estricto del término, que hunde sus raíces etimológicas en el vocablo “amor”. Cuando hablamos de amigos por virtud nos referimos a un vínculo fraternal que se fundamenta en la admiración de ambos individuos entre sí; los amigos que gozan de esta relación disfrutan y aprecian la presencia del otro en sus vidas, valorando lo realmente bueno, sin ningún otro motivo utilitario o placentero y con la intención de que el lazo establecido perdure toda la vida. Es destacable, de cara a reforzar la importancia de este concepto, este fragmento de Ética a Nicómaco:
«…la amistad: es, en efecto, una virtud, o va acompañada de virtud, y, además, es lo más necesario para la vida. Sin amigos nadie querría vivir, aun cuando poseyera todos los demás bienes; hasta los ricos y los que tienen cargos y poder parecen tener necesidad sobre todo de amigos; porque ¿de qué sirve esa clase de prosperidad si se la priva de la facultad de hacerlo bien, que se ejerce preferentemente y del modo más laudable respecto de los amigos?»
La amistad, para Aristóteles, es un componente esencial de la vida, y se fundamenta en la propia virtud. Otra de sus citas célebres es la que relaciona las almas con el vínculo existente entre los amigos. Esta dice lo siguiente: “La amistad es un alma que habita en dos cuerpos; un corazón que habita en dos almas”. Un amigo es, pues, según Aristóteles, aquel con quien uno comparte alma. Marcel Proust, novelista francés, escribió en su obra En busca del tiempo perdido que “lo que verdaderamente nos une no es la identidad de pensamiento sino la consanguinidad de espíritu”, estableciendo de esta forma una relación entre el amigo y el alma muy similar a la propuesta por Aristóteles. Si ahora retrocedemos al siglo XVI, encontraremos que, haciendo gala de su estilo fundamentado en el exemplum y refiriéndose a la amistad que había mantenido con el filósofo Étienne de La Boétie, Michel de Montaigne dejó escrito un fragmento prodigioso en uno de sus ensayos:
«En la amistad de la que hablo, se mezclan y confunden una con otra (las almas) en unión tan universal, que borran la sutura que las ha unido para no volverla a encontrar. Si me obligan a decir por qué le quería, siento que solo puedo expresarlo contestando: Porque era él; porque era yo»
En él se atrevió a establecer un paralelismo de suma belleza, superior quizá en intensidad al vínculo de las almas que había postulado Aristóteles, al afirmar no ya que los amigos comparten espíritu, sino que uno mismo puede confundirse con su propio amigo debido al grado de afinidad alcanzado. Y es que esto, como mínimo, tiene que tenerse en cuenta de manera notable: ¿quiénes son los amigos, sino aquellos con los que compartimos un marco vital, histórico y social de manera totalmente voluntaria? ¿acaso no establecemos a veces con nuestros amigos un lenguaje común y único que nadie más es capaz de comprender? Esto es, en efecto, la constatación de un hecho formidable: que el ser verdaderamente amigo de alguien implica compartir con ese mismo “alguien” la propia esencia de uno. En pocas palabras, que uno sea el amigo y el amigo uno, como recalcaba de forma mucho más elegante el propio Montaigne. Siguiendo esta misma línea puede razonarse lo siguiente: Ayn Rand, en su novela El Manantial, escribió la siguiente frase: “para aprender a decir yo te quiero, primero hay que aprender a decir yo”. Para hablar del yo no hay sentencia más célebre que la que Ortega y Gasset expone ante el lector en Meditaciones del Quijote (1914): “yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo”. En ella se reconoce, quizás en un deje que visto a posteriori podría tacharse de heideggeriano, la influencia determinante e imprescindible del medio en la constitución del propio individuo, que es indisoluble, efectivamente, de esta circunstancia general, esto es, del marco histórico y social en el que discurre su existencia. Así, cuando Ayn Rand sienta cátedra con tal expresión, puede deducirse que aprender a decir yo no es más que reconocer la circunstancia social que nos determina, que está compuesta, en este caso, también por los amigos a los que nos venimos refiriendo. De esta forma, para realmente saber que se quiere a un amigo, es decir, para decir yo te quiero, uno ha de reconocer que el propio amigo forma parte de la circunstancia que lo forja enteramente a uno mismo, esto es, una vez más, la misma idea del “porque era yo” de Montaigne.
El tiempo escasea en nuestros días y las tareas sociales sobre las que se está discutiendo requieren un nivel considerable de dedicación, por lo que parece pertinente la pregunta que viene a continuación: ¿cuántos amigos, stricto sensu, podemos tener? Está claro que es imposible que esa consanguinidad de espíritu se dé espontáneamente en muchos individuos de nuestro entorno a la vez, pero incluso si estuviéramos hablando de un número más bien limitado, la presión de la cotidianidad nos aplasta y nos obliga, muy probablemente en contra de nuestra voluntad, a reducir el contacto con nuestras amistades al mínimo imprescindible, lo que sin lugar a dudas menoscaba las potenciales profundidades que estas pueden adquirir. En un contexto así cabe sacar a la luz otra cita de Ortega: “Una amistad delicadamente cincelada, cuidada como se cuida una obra de arte, es la cima del universo”. Pese a parecer simplona y casi evidente, esta oración encierra dos conceptos fundamentales: la necesidad de “cincelar delicadamente” la amistad, esto es, la obligación que existe de dedicarle una cantidad considerable de tiempo - que, como hemos dicho, escasea - y cuidado, y el término cima, que nos da de primeras la idea de cierta angostura. En la cima de una montaña, como en la cima de un Estado, caben por lo general pocas personas; pues bien, exactamente lo mismo ocurre con la amistad auténtica. Muchos son los conocidos, otros tantos son los que se consideran informalmente y sin mayor reflexión “amigos”, pero extremadamente pocos son los que caben en esa cima del universo a la que solo se puede llegar, en palabras de Ortega, invirtiendo tiempo y cuidado. Montaigne, de quien pueden sacarse multitud de enseñanzas acerca de la amistad, llega a una conclusión similar:
«Puédense compartir las amistades vulgares, quédese amar en este la belleza, en este otro la honradez de costumbres, en aquel la liberalidad, en aquel el amor paternal, en aquel el amor fraternal y así sucesivamente; mas esta amistad que posee el alma y la gobierna con total soberanía es imposible que sea doble. Si dos al mismo tiempo pidieran socorro, ¿a cuál acudiríais? (...) Si uno os confesara en secreto algo que fuese útil para el otro si lo supiera, ¿cómo os las arreglaríais? La amistad única y principal libera de todo otro deber. El secreto que he jurado no desvelar a ningún otro, puedo comunicárselo sin perjuicio a aquel que no es otro, sino yo mismo. Gran milagro es desdoblarse; y no conocen su altura aquellos que hablan de triplicarse. Nada es extremo si tiene un igual. Y aquel que suponga que de dos, amo igual a uno y a otro, y que se aman entre ellos y me aman tanto como yo los amo, torna en cofradía lo más unido y único, la cosa más difícil de hallar en el mundo, así sea una sola»
Vista la relevancia de la auténtica amistad, la amistad virtuosa, en la que, en términos aristotélicos, dos cuerpos comparten un alma, en la que el uno se confunde con el otro y viceversa, puede comprenderse el duro golpe que supone para cualquiera la pérdida de un amigo. La literatura y el pensamiento nos dan también respuestas a este interrogante, y es que son de una expresividad sublime dos textos que, si bien son históricamente distantes, generan en cualquiera que los lea un sentimiento de tristeza inenarrable. Estos son la Elegía a Ramón Sijé, de Miguel Hernández, que encierra dentro de sí un componente trágico de una calidad literaria excepcional
daré tu corazón por alimento
Tanto dolor se agrupa en mi costado,
que por doler me duele hasta el aliento.
Un manotazo duro, un golpe helado,
un hachazo invisible y homicida,
un empujón brutal te ha derribado.
No hay extensión más grande que mi herida,
lloro mi desventura y sus conjuntos
y siento más tu muerte que mi vida.
y este extracto de la obra de Catulo, un poeta latino del siglo I a.C.
«¡Oh hermano mío, qué desgracia para mí la de haberte perdido! Tu muerte acabó con todos nuestros placeres. ¡Contigo se disipó toda la dicha que me procuraba tu dulce amistad; contigo toda mi alma está enterrada! ¡Desde que tú no existes he abandonado las musas y todo lo que formaba el encanto de mi vida! ¿No podré ya hablarte ni oírte? ¡Oh, tú que para mí eras más caro que la vida misma! ¡oh, hermano mío! ¿No podré ya verte más? ¡Al menos me quedará el consuelo de amarte toda mi vida!»
(Catulo, LXVIII, 20, LXV, 9)
La historia de la humanidad, con sus propios arquitectos, se ha encargado de demostrarnos la importancia y el significado que esconde la propia amistad. Un amigo es, pues, aquel con el que la individualidad de uno mismo se confunde, se mezcla, aquel que forma parte de uno mismo. Así, perder a un amigo es como perder una tesela fundamental de nuestra constitución personal; supone una tragedia por el mero hecho de que implica el derrumbe de una parte de nuestra propia identidad. Y pese a que esta posibilidad, con su debido hálito de tormento, gravite constantemente a nuestro alrededor, no perdamos el tiempo del que disponemos y sigamos el sabio consejo que nos ha dado la historia de la filosofía: vivamos felices teniendo amigos.
Magnífica reflexión
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