
Los inviernos de 2020/21 y 2021/22 fueron extraños, ambos por la misma causa, pero cada uno de una manera distinta. En el primero de ellos, la rareza se hallaba en el hecho de que, tras el fortísimo impacto del coronavirus a mediados de marzo de 2020, existía la necesidad imperiosa de minimizar los contactos sociales con la finalidad de evitar la propagación de una enfermedad que día a día segaba centenares de vida. En el segundo, que transcurrió entre 2021 y 2022, fue la inesperada explosión de casos de la variante ómicron aquello que descolocó a todo el mundo, puesto que, tras un otoño más bien benévolo gracias a una campaña de vacunación exitosa, pocos esperaban volver a ver una crecida del COVID-19 como la que se observó a partir de mediados de diciembre. Pese a que nada tuvieron que ver las 12.000 muertes registradas en los tres meses más señeros del invierno pasado frente a las 28.000 del primer invierno pandémico, no dejamos de hablar del fallecimiento de miles y miles de personas, y eso es algo que debería preocupar a cualquiera con un mínimo de sentido común.
Dicen que las comparaciones son odiosas, pero para saber a lo que nos enfrentamos debemos conocer primero aquello que hemos vivido anteriormente. Los datos COVID-19 que estamos registrando este invierno, pese a que para muchos tengan mucha menos fiabilidad que los que el Ministerio expedía antaño diariamente, nos confirman que lo peor de la pandemia ha sido ya superado. Se entiende la duda de muchos, ya que el testeo oficial ha quedado restringido a los grupos etarios considerados vulnerables (mayores de 60 años), pero los datos hospitalarios, los sistemas de vigilancia de las IRA (Infecciones Respiratorias Agudas) y los registros de mortalidad del MoMo confirman que estamos inmersos en un nuevo paradigma en el que los efectos de la enfermedad ocasionada por el SARS-CoV-2 en la sociedad en su conjunto y en el sistema hospitalario en particular son mucho menores. Esto no quiere decir, ni mucho menos, que la enfermedad no exista, ya que todavía hablamos de un goteo de ingresos hospitalarios que no cesa y alrededor de un par de decenas de fallecidos al día; ahora bien, entiéndase que, sin afán minimizador, no estamos observando lo que observábamos antes. Véase, por ejemplo, el siguiente gráfico:
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Mientras que en el invierno de 2020 y 2021 contemplábamos un aumento dramático, acelerado y que partía de una base muy peligrosa del número de muertos, en los inviernos siguientes la cifra de decesos ha sido menor; todavía encontrábamos en la oleada ómicron con la que nos tropezamos el invierno pasado una cantidad de fallecidos difícil de asumir, con días cercanos a los 250 muertos en 24 horas. Es cierto que este número, frente a los casi 650 muertos diarios que se pudieron observar en las jornadas más luctuosas de finales de enero 2021, cuya gravedad epidemiológica fue inconmensurable, se queda como algo de una relevancia menor, pero sigue siendo una masacre cuya perpetuación en el tiempo no debe asumirse de ninguna de las maneras. En el caso de esta temporada invernal, nos encontramos con que el número de muertes diarias solamente ha pasado de los 30, por ahora, en un par de días, con una media que ha rondado los 25 decesos diarios en las últimas semanas. Esta cifra tampoco es algo que deba despreciarse, puesto que al cabo de una semana son 175 las familias que pierden a un ser querido, pero este panorama, aunque sea todavía indeseable por seguir siendo un perpetuador de sufrimiento a una cantidad considerable de individuos, no puede tratar de asemejarse mediante comparaciones al horror social y el tremendo caos hospitalario que supuso la muerte de entre 3.600 y 4.200 personas a la semana a causa del COVID-19 durante los momentos más terribles de la tercera oleada, una auténtica escabechina que, por fortuna, no ha vuelto a repetirse nunca y que sin duda supuso un aprieto mucho mayor que el golpe de la primavera de 2020 para muchas provincias, en las que enero y febrero se coronaron como una matanza sin parangón.
El total de fallecidos en lo que llevamos de temporada de invierno es, según los datos del Ministerio de Sanidad, que están pendientes de consolidación, de 575 personas.
Quiero insistir en la idea de que no comparto el método del desprecio socarrón e insensible mediante la comparación con un pasado mucho peor, ya que en esas comparaciones se halla una referencia a un elemento que debemos considerar como totalmente indeseable, pero inevitablemente salta a la vista que no estamos como antaño y que, por lo tanto, no podemos exigir las mismas medidas generales que entonces. Frente a las 575 muertes acumuladas entre el 1 y el 28 de diciembre de 2022, encontramos 1.658 en el mismo periodo del año previo (2,88 veces más) y 5.003 en esos mismos 28 días de 2020 (8,7 veces más).
Aquello que nos llevó a tomar las duras medidas nacionales del invierno 20/21 (a mi juicio, insuficientes) y a tener una precaución individual especial en el invierno pasado fue el potencial que tenía el coronavirus de, además de matar aceleradamente (véanse las 1.800 muertes en una semana de finales de enero de 2022 o las 4.200 registradas exactamente un año antes), hacer que mucha gente ingresara en el hospital a la vez. Este año, pese a que en este aspecto no haya una mejoría tan enorme como la que salta a la vista en el número de muertos, podemos ver una vez más que no estamos en las mismas condiciones que en temporadas invernales anteriores.
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Frente a los 10.000 ingresos en una semana que se observaban ya en estas mismas fechas del año pasado y los más de 22.000 que se veían venir tras la Navidad de 2020/21 por la evolución que estaba tomando en aquel momento la cifra de contagios, nos encontramos con que este año el número no llega, a día 1 de enero, a 3.000 hospitalizaciones en una semana, que es, por otra parte, una cantidad más que respetable. Todavía está por ver, claro, si observaremos en los próximos días un ascenso más o menos notable de este parámetro a causa del aumento de las interacciones sociales derivado de la celebración de la Navidad, pero vista la evolución del total del otoño, en el que el número de ingresos, pese al aumento notorio de la vida en interiores, no ha experimentado un aumento demasiado claro ni marcado, todo apunta a que seguiremos en una dinámica de estabilidad que dejará bastante hueco en los hospitales durante los próximos meses y no causará un número de fallecidos que deba preocupar a los sanitarios más de la cuenta.
Está claro, por lo tanto, que nos hallamos en una situación mucho mejor que la que observamos en los pasados inviernos, y que nada tiene que ver todo lo que vimos en 2020, 2021, y, en parte, los primeros meses de 2022, con lo que venimos contemplando desde finales de agosto. No reconocer esta mejoría supondría negar un pasado que fue funesto y totalmente indeseable. La estrategia de "gripalización" adoptada por parte del Ministerio de Sanidad, si bien tiene un nombre que no es todo lo riguroso que debería ser (ya sabemos que el COVID-19 no es ni será nunca una gripe, pese a que el parámetro CFR, es decir, la letalidad, ahora comparta valor con la gripe) y no refleja en sus datos de IA general la situación real en la que nos encontramos, no ha resultado tan fracasada (insisto, en cuanto a monitoreo estadístico de la situación) como podría pensarse. Basta con observar que los informes publicados por Sanidad vienen acompañados de una gráfica que muestra la IA de las infecciones respiratorias agudas, otra en la que se representa la tasa de positividad y un seguimiento semanal del número de ingresados que, pese a ser distinguidos entre "por" y "con" COVID-19, siempre es representado en el fichero PDF con el dato total de los pacientes que tienen el patógeno en el organismo, independientemente de si este ha sido o no el motivo de su ingreso. Todos estos parámetros nos ayudan a comprender que, a pesar de que no haya un control riguroso de la propagación de la enfermedad en el total de la población, sí tenemos una muy buena idea de dónde estamos y hacia dónde vamos en cada momento.



El
doctor Miguel Marcos, profesor en el Hospital Universitario de Salamanca, señaló hace pocos días en un hilo de Twitter lo siguiente:
"Pero, sin quitar importancia al SARS-CoV-2, la inmunidad adquirida con la vacunación (que ha sido la clave en este mejor control de la pandemia) y con las sucesivas olas de infecciones ha cambiado el panorama radicalmente. Si lo comparamos con las primeras olas, nada que ver. Ya no hemos vivido el horror, literalmente, que sufrimos (sobre todo los enfermos y fallecidos) en la primera ola o, con un impacto un menor pero todavía muy relevante, en las dos siguientes. No quiero decir con esto que no sea una enfermedad importante, de ninguna manera"
Y es cierto que, como también comenta más adelante en el mismo hilo, el riesgo sigue existiendo, y es que para muchos es más que conveniente seguir teniendo mucho cuidado con esta infección, ya que puede llevar a graves complicaciones hospitalarias e incluso a la muerte. Tampoco es despreciable el hecho de que, en un porcentaje considerable de los casos (10%, según un extenso informe publicado por la SEMG), la infección puede ocasionar LongCovid (cuyo riesgo se reduce notablemente si hablamos de individuos vacunados), por lo que, como también menciona Miguel Marcos en su hilo, es mucho mejor evitar la infección, y lo más recomendable es no contraer la enfermedad, al igual que es más que recomendable hacer lo mismo con cualquier otra.
Ahora bien, si hablamos de las medidas poblacionales a tomar, el hecho de que la situación ahora sea mucho mejor que hace meses o años es lo que nos ha permitido estar como ahora, sin unas medidas concretas establecidas por parte de los gobiernos regionales o nacionales. Gracias al gran porcentaje de población vacunada y al hecho (lamentable por las muertes que ha ocasionado, pero real, al fin y al cabo) de que un porcentaje muy grande de la población ha pasado la enfermedad recientemente, el coronavirus se encuentra, en una situación descontrolada en el sentido estatal o gubernamental del término, estable en valores que no suponen un riesgo destacable para la integridad del sistema sanitario. Imaginar una libertad de movimiento y acción tan grande como la que hoy disfrutamos en el contexto de la tercera ola sería irremediablemente pensar en más de mil muertos diarios y los hospitales tan llenos como en los días más negros de marzo y abril de 2020. Pese a que el riesgo actual de enfermar gravemente sea muy inferior al que se registraba hace año y medio, tampoco podemos caer en el error de estigmatizar a quienes, por alguna circunstancia, deciden seguir protegiéndose tanto como entonces, puesto que no corresponde a nadie emitir juicios acerca de qué nivel de riesgo están los demás dispuestos a asumir, ya que no podemos saber las circunstancias personales de cada cual.
Con todo esto por delante, Tedros Adhanom, director general de la Organización Mundial de la Salud (OMS), señaló el pasado mes de septiembre que estábamos cerca del final de la pandemia. Así parecen corroborarlo también los datos a nivel mundial, que muestran que a partir del final de la gran ola de contagios de la variante ómicron que se gestó en el mundo en los primeros meses de 2022, el número de muertos se ha reducido mucho.
La situación actual de la pandemia en China, pese a que esté totalmente descontrolada, debe ser más un problema de preocupación de índole moral por el drama humano que allí se está gestando que uno de naturaleza epidemiológica, ya que el riesgo global de un nuevo ascenso exponencial de casos, hospitalizados y muertes es muy bajo, precisamente por esto que señala la química Margarita del Val. Todo lo que está pasando allí actualmente se deriva de no haber sufrido el grave impacto de la enfermedad que hemos contemplado nosotros en los últimos años. Con todo esto sobre la mesa, el horizonte de un final global de la pandemia, pese a que el virus vaya a seguir circulando, parece próximo, y serán las medidas individuales de protección frente a la enfermedad aquellas que deberemos adoptar. En España en particular, la situación parece controlada desde hace unos meses, y en el escenario actual de una alta tasa de vacunación y una inmunidad natural elevada, no debemos preocuparnos excesivamente por aquello que pueda suceder en el panorama hospitalario, ya que se encuentra estable sin mayores medidas de control general. Tampoco la mortalidad ahora es superior a la que se observaba en los inviernos previos a la pandemia, lo que nos indica que, sin lugar a dudas, en un contexto de restricciones generales nulas, somos capaces de tener bajo control al COVID-19. Medidas universales de contención de la pandemia, como, por ejemplo, la obligatoriedad de las mascarillas, por cuestiones de hastío poblacional, no tendrían un efecto significativo en lo que respecta al control de la enfermedad y no nos dejarían en una posición mejor que la actual, por lo que dudosamente merece la pena aplicarlas. Estamos, pues, ante un invierno diferente, muy probablemente a las puertas del final definitivo del SARS-CoV-2 como microorganismo con potencial pandémico. Apliquemos las medidas que consideremos pertinentes de cara a garantizar nuestra seguridad y respetemos las decisiones ajenas, sin estigmas o intromisiones en las vidas de quienes nos rodean.
Excelente artículo, Miguel, enhorabuena. Sin duda, la situación es mucho mejor ahora que en los dos inviernos precedentes. Sigue pendiente, no obstante, la asignatura de obligar a los negocios a limpiar el aire en interiores, lo que, con seguridad, disminuiría las dosis de virus inhaladas por los potenciales contagiados y repercutiría en una mayor levedad sintomática de los mismos. Un abrazo grande, amigo. Y sigue con este nivel de rigor y respeto en tus publicaciones.
ResponderEliminarTotalmente, Javier. Comentaba Miguel Marcos el tema de “carga de enfermedad” a nivel social. Está claro que debemos hacer lo que esté en nuestra mano por reducirla, pero todo apunta a que no se deben tomar las medidas nacionales que antaño se tomaron. Está en nuestra mano ahora el vivir de la manera más saludable que se pueda y, por supuesto, respirar un aire más limpio, que, independientemente de si el coronavirus sigue por ahí o no, es muy beneficioso para nuestra salud. Vacunación, protección de vulnerables y priorización de entornos salubres. Es la clave para mantener a raya las enfermedades respiratorias y de paso evitar el LongCovid.
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