Saberes históricos, saberes fértiles

Saberes históricos, saberes fértiles

Miguel Palma

Dicen que hay textos cuya nacionalidad puede reconocerse por el estilo en el que están escritos. En el caso del ensayismo español, yerra por las esferas culturales la concepción de que este se caracteriza generalmente por una redacción prolija a la vez que tendente al lirismo, repleta de citas y de nombres de obras o antiguos sabios que, en su momento, revolucionaron el panorama del saber con sus eruditas e intelectualizantes hipótesis filosóficas, sociológicas o literarias. Frente a la analiticidad presente en el estilo ensayístico anglosajón, que acostumbra a operar utilizando una metodología más geométrica, basada en el desarrollo y enlace de conceptos o ideas que, pese a su indudable rigor, no suelen remontarse explícitamente a “grandes nombres” concretos, la escritura hispana da la sensación de ser irremediablemente más historicista que conceptual, como si en lugar de discurrir por el terreno evolutivo, orgánico y dialéctico de las ideas mismas, esta estuviera, en un ejercicio de aparente nostalgia, anclada a las grandes gestas de autoridades intelectuales pretéritas. Más allá de que esto pueda o no ser estrictamente cierto en todos los casos actuales, dada la uniformización de formatos que ha traído consigo la universalización de determinadas tendencias académicas que irradian desde ámbitos más bien analíticos, lo cierto es que yo sí he logrado atisbar esta “tendencia al recurso histórico” dentro de nuestro universo académico, compuesto por las propias instituciones universitarias y una pluralidad de personalidades intelectuales. Y esto es, quizás, el síntoma de toda una actitud frente al conocimiento. 

Pienso que el presente hecho se hace especialmente patente cuando sometemos a análisis el estado mayoritario de la filosofía en las universidades de nuestro país, o lo que es lo mismo, cuando reparamos en el modo de enseñar y practicar la filosofía existente en España. Basta con mirar el programa de una asignatura del grado en filosofía para contemplar un índice repleto de autores, cuando no hallamos directamente un temario centrado en el pensamiento de una única autoridad intelectual histórica. El orden en el que estos autores están dispuestos en el programa suele atender, por lo general, a una cronología bien establecida e independiente de las semejanzas o diferencias que puedan existir entre las respuestas que hayan dado a ciertas problemáticas filosóficas (la posibilidad de un conocimiento científico, la fundamentación de la ética, la existencia de valores, los beneficios de los diferentes modelos políticos posibles…). Esto, a mi parecer, si bien es valioso desde el punto de vista de los análisis históricos del pensamiento humano (lo que podríamos denominar dimensión histórica del saber), ya que todo presente es siempre consecuencia de los errores y aciertos de su pasado, puede ser perjudicial de cara a una labor filosófica centrada en la producción de nuevos conocimientos, cuya relación sólida, simbiótica y coherente con el resto de saberes racionales y/o científicos actualizados es imprescindible para abrir paso a nuevos horizontes epistemológicos (esto será lo que denominaremos dimensión fértil del saber). 


Hemos dicho que la abundancia de referencias a la tradición, así como el establecimiento de un orden cronológico a la hora de tratar las distintas ramas de la filosofía, denota cierta actitud historicista en lo que a la concepción del saber se refiere. Pues bien, cuando esta se convierte en el modo de generación de conocimiento filosófico imperante, se nos presenta como un problema en tanto que colisiona con la forma en la que se dan los hechos y fenómenos de la realidad susceptibles de ser abordados por la labor filosófica. El culto a los grandes pensadores dentro del universo académico, que comienza ya en los centros de secundaria, acaba derivando, tras el tránsito por una universidad en la que reina cierta pedagogía arqueológica, en un modo histórico de hacer filosofía que, por lo general, culmina con la producción de doxografía a gran escala. De por sí, y por el motivo que he citado en el párrafo anterior, esto no es malo, pero se vuelve algo negativo cuando hace que olvidemos la dimensión fértil del saber, esto es, aquella que atiende a los problemas mismos que se dan dentro del conocimiento de la realidad, cuyos esquemas de resolución no atienden a la exigencia de una perspectiva histórica o autoritaria, sino que más bien parecen moverse en las jaleosas aguas de un océano de saberes actualizados que, directa o tangencialmente, tienen dentro de sus marcos de estudio las herramientas con las que estos podrían ser abordados. Por decirlo de alguna forma, el imperio académico de la doxografía ha hecho que proliferen multitud de kantianos, en detrimento de aquellos que, como Kant bien hizo en su día, se preguntan y teorizan en torno al problema del conocimiento y la ciencia desde una perspectiva actual, “a la altura de los tiempos”. El “refugio en la historia” que otorga la doxografía nos ha hecho olvidar la contemporaneidad de muchas de las problemáticas que los antiguos pensadores trataron de resolver o, al menos, enfocar y depurar, ya fuera con más o menos grado de acierto y rigor. 


El estado de complejidad que ha alcanzado el conocimiento en nuestros días nos impide abordar la resolución de interrogantes desde perspectivas concretas y aisladas, esto es, desde fragmentos cerrados del mismo; debemos tratar de llegar a aproximarnos a las cuestiones fundamentales del saber desde una perspectiva basada en la conexión de múltiples disciplinas rigurosas, racionales y coherentes en lugar de desde la concepción de un autor histórico determinado. Por poner un ejemplo: el debate (filosófico) que gravita en torno a la concepción del tiempo bebe actualmente de las consecuencias experimentales (tecnocientíficas) de la “reciente” teoría de la relatividad de Einstein (científico-teórica), por lo que utilizar de una forma estricta la perspectiva de Aristóteles, Euler, Newton o Bergson para procurar, en un sentido literal, resolverlo, seguramente nos llevará, pese a nuestro sentimiento de impotencia, a un callejón sin una salida realmente fértil, coherente y veraz en lo relativo a un crecimiento del volumen del saber.


Ahora bien, todo lo dicho no implica, de ninguna manera, que no haya que conocer con profundidad la tradición filosófica: dentro de estos saberes históricos se encuentran las “semillas de verdad” que aportaron a las cuestiones abordadas la fecundidad necesaria para que hoy en día sigamos discutiendo acerca de ellas con vistas a lograr una comprensión más amplia de las mismas, el germen de cualquier saber potencialmente fértil. Si algo debemos extraer de las enseñanzas de los grandes pensadores, además de los evidentes logros y decisivos avances que supusieron muchos de sus aciertos, es la honestidad intelectual y el ánimo de veracidad con el que desarrollaron su entramado de concepciones acerca del mundo. Ese ejemplo, que trasciende cualquier mera mentalidad historiófila y doxográfica, es aquello que nos hará mirar al panorama de las ideas como una red de problemáticas que, más allá de requerir una solución tradicional, nos exige una mirada sistemática y centrada en la conexión de saberes plurales, rigurosos y actualizados. Como último matiz, he de mencionar que, pese al método sistemático y analítico por el que parezco abogar aquí, y como aclaración de la acusación de “lirismo” que he lanzado sobre la filosofía española, soy partidario de que la sistematicidad en el método y la claridad de las ideas se vean acompañadas por una belleza expresiva capaz de hacer del conocimiento algo menos árido, siempre con el fin de que, además de ser más cómodo para quienes se dedican al estudio profesional y escrupuloso del mismo, tenga la posibilidad de abrirse paso en todos los sectores de la sociedad. Quizás, de este modo, podrá garantizarse a sí mismo un mayor y más célere progreso, lo que sin duda redundará en un beneficio común que no podrá sino celebrarse con notable júbilo.

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