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El impulso de la imaginación

El impulso de la imaginación

Miguel Palma

La palabra imaginación, por algún motivo que nunca he llegado a comprender plenamente, siempre me ha parecido particularmente bella. Etimológicamente, viene del sustantivo latino imaginatio, que se asocia a su vez a imago (imagen, idea, apariencia) a través del verbo imaginor, construido desde la raíz indoeuropea aim-, cuyo significado es “copiar”. Así, la imaginación se nos presenta como la facultad orientada a la generación de imágenes o ideas. Estas, independientemente de su grado de realidad, han estado presentes a lo largo de la historia de la humanidad como el eterno recurso que los seres humanos hemos utilizado a la hora de tratar de representar ciertos modos de interpretar o comprender la realidad. Ya en un texto tan antiguo como el Génesis bíblico encontramos el siguiente pasaje: «creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya». El ser humano como imagen de Dios, como producto de su imaginación, de su capacidad creadora, de su talento a la hora de generar, en un sentido etimológico fundamental, una “copia” material de la idea de sí mismo. En la tradición filosófica occidental puede hallarse que el recurso a las imágenes tiene un recorrido larguísimo; dentro del pensamiento platónico, por ejemplo, las ideas, ese sustrato puro y fundamental que representa el conocimiento más certero y universal que el alma puede alcanzar, se presentan como formas o imágenes - inmutables como el ser de Parménides - εἶδος (eîdos), un término que a su vez mantiene una estrecha relación con la visión, otro de los grandes leitmotivs de la historia de la filosofía occidental, empleado frecuentemente por Descartes y posteriormente por los ilustrados, quienes, según ellos mismos, serían capaces de avistar conocimientos sólidos y universales a través de la prístina “luz de la razón”.

Dentro de una perspectiva más amplia y omniabarcante del término imaginación, Martin Heidegger, a pesar de su complicada y oscura prosa, consigue aportarnos una idea medianamente inteligible acerca de la relación entre la historia del conocimiento y las imágenes en su texto La época de la imagen del mundo, en el que dice lo siguiente:

        Allí donde el mundo se convierte en imagen, lo ente en su totalidad está dispuesto como aquello gracias a lo que el hombre puede tomar sus disposiciones, como aquello que, por lo tanto, quiere traer y tener ante él, esto es, en un sentido decisivo, quiere situar ante sí. Imagen del mundo, comprendido esencialmente, no significa por lo tanto una imagen del mundo, sino concebir el mundo como imagen (...) es el propio hecho de que el mundo pueda convertirse en imagen lo que caracteriza la esencia de la Edad Moderna. Por el contrario, para la Edad Media, lo ente es el ens creatum, aquello creado por un dios creador personal en su calidad de causa suprema.

La Modernidad, si seguimos la línea de razonamiento de Heidegger, podría interpretarse como una época en la que la facultad de imaginar, la capacidad para generar una imagen del mundo, se habría elevado hasta el paroxismo, pasando de una visión de la realidad mundana como algo dado, ese ens creatum medieval ajeno al papel de la humanidad, a otra en la que el espíritu creativo del hombre, derivado de su imaginación, se volvería un elemento fundamental de su representación general, parte de la escena teatral interpretada. La humanidad, en definitiva, pasaría a cobrar un papel activo y vital en la creación de su mundo, explotando así las potencialidades de realización de cualquiera de las ensoñaciones de su hermoso espíritu generador e imaginativo. Desde mi perspectiva, algo así entraña una belleza extraordinaria, pues hace que los seres humanos sean dueños de su destino, capaces  de encontrar, aunque quizás no sin errores, su ansiada liberación, el escurridizo y eterno ideal de libertad postulado desde tiempos arcanos.

Kant, en su Crítica de la razón pura, dice que la imaginación es «la facultad de representar un objeto en la intuición incluso “cuando este no se halla presente”». Con esta representación de lo ausente, el pensamiento bate sus alas para salir de lo estrictamente real y poder introducirse en el terreno de lo potencial, la dimensión de los sueños y las aspiraciones más deseables y beneficiosas, un mundo en subjuntivo. En el seno de la esencia de la imaginación gobierna con fervoroso poderío el deseo; a su vez, en el camino hacia su materialización se halla el esfuerzo de la razón por ordenar las ideas y elementos de una realidad en potencia con el fin de dar a luz un mundo nuevo y diferente, una imagen que, basándose en los rudimentos lógicos del mundo en indicativo en oposición al cual fue primordialmente engendrada, se despliega más allá de él, trascendiéndolo para asentarse en un plano de incertidumbre optimista, de utopía potencial. Esta, en forma de leibniziano mundo posible, nos permite pensar que lo bello y lo bueno, ese καλὸς κἀγαθός cuyos ecos resuenan tanto en Heródoto como en Platón, está todavía por llegar. Solo una imaginación generativa nos permite soñar y ponernos como objetivo común aquello que puede hacernos progresar, avanzar hacia un mundo en el que algunos ideales antaño irrealizables logren hipostasiarse en beneficio universal. De este modo, creo que la humanidad, gracias a esta habilidad suya para desplegar una imaginación trascendental, amplificativa y generativa, en conjunción con la colección de saberes expansivos cuyo papel a la hora de establecer posibilidades materiales y epistemológicas se ha revelado fundamental, ha sido capaz de construir mundos soñados y concretar conocimientos ni siquiera contemplados en pasados no muy remotos. Recordemos aquella siesta de Kekulé frente al calor de la chimenea que revolucionó la química orgánica y frustró la primera de todas las meditaciones de la metafísica racionalista cartesiana… Valoremos el impulso de la imaginación.

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