La filosofía y la polis
Miguel Palma
La muerte de la empatía humana es uno de los primeros y más reveladores signos de una cultura a punto de caer en la barbarie.
Hannah Arendt
Un detalle que me llama la atención y que me parece relevante al leer los currículos de la asignatura de filosofía en Bachillerato es el hecho de que se apele una y otra vez a la necesidad de reflexionar acerca de los contenidos de cada bloque temático de modo personal y crítico. Y digo que es una buena noticia, ya que se trasluce el énfasis en la necesidad de que los alumnos vayan adquiriendo un criterio intelectual que les permita argumentar y razonar adecuadamente y por sí mismos a raíz de la base firme de unos conocimientos adquiridos. Considero que esto es lo fundamental de una asignatura como filosofía, en la que es importante, además de tener claros diversos conceptos, términos e ideas clave, saber construir un discurso debidamente argumentado que dé respuesta a los problemas e interrogantes que se plantean en los múltiples ámbitos en los que se desenvuelve de manera general la vida humana. A nivel político, si realmente creemos en la democracia como un sistema que hunde sus raíces existenciales en la posibilidad de diálogo racional y todo lo que este conlleva, hablaríamos de que la asignatura de filosofía no solamente estaría instruyendo al alumnado en una batería de saberes cuyo manejo es más o menos conveniente de cara a nuestra dimensión cívica e intelectual, dos ámbitos inseparables en cualquier contexto que entrañe interacciones significativas, sino que además sería una de las principales impulsoras de esa habilidad dialógica imprescindible a la hora de generar y posibilitar entornos de convivencia pacífica, plural y abierta. La democracia no es un mero modelo político formal que exige determinadas condiciones electorales e institucionales, sino un sistema vivo, orgánico y dinámico constituido por un entramado de términos, fenómenos y procesos que no se dan únicamente entre individuos y colectividades, sino que superan con creces los límites de lo explícito para instalarse en el terreno de las ideas, cuyos significados arrastramos incluso en las formulaciones lingüísticas de nuestros juicios o en la mera motivación de nuestras acciones más sencillas. Si realmente deseamos adentrarnos en un proceso de profundización democrática en función del cual los diversos aspectos de la vida pública sean sometidos a discusión por parte de la ciudadanía, debemos fomentar aquello que es condición de posibilidad de cualquier proyecto que se considere a sí mismo deliberativo, común y universalista, a saber, el modus operandi dialógico que deseamos que se imponga y los contenidos sobre los que este se aplicará, deseables frente a otros precisamente por la ductilidad deliberativa que el hecho mismo de su racionalidad les confiere. Considero que dos problemas de nuestro tiempo son la inefectividad de la comunicación y la pésima visión epistémica que se da en la tan pomposa y engolada sociedad del conocimiento, que ha resultado ser, al menos en parte, un fraude. Estos problemas no pueden pensarse de manera totalmente separada, ya que la ausencia de efectividad comunicativa encuentra parte de su explicación en nuestra errónea concepción de la episteme. La inefectividad de la comunicación se produce, a mi juicio, por el hecho de que la sociedad contemporánea occidental se halla completamente atenazada por la gangrena individualista, que imposibilita la constitución de cualquier clase de noción de comunidad. Los mensajes que emanan de situaciones de riesgo, sufrimiento u opresión colectivas son completamente ignorados por las propias víctimas de esas situaciones debido al expolio de conciencia perpetrado por la ideología del individualismo atomizado, del sujeto independiente, quien creyéndose emancipado vive bajo la tutela de ideologemas camuflados en la perversa noción de sentido común, encargada de enmascarar todo tipo de lógicas injustas e inasumibles. Esto desmonta cualquier capacidad de reflexión crítica acerca del estado actual del mundo desde un prisma aglutinador y convierte a la democracia, no ya en una búsqueda del bien común para la totalidad del dēmos, sino en la reclamación individual de un supuesto beneficio propio desligado del de los demás. El ejercicio del pensar, que fundamentado sobre los pilares de la racionalidad asume una dimensión social de comunicabilidad intersubjetiva, ha sido desmantelado por el ejercicio del creer, que se limita a actuar sobre los estrechos límites de la subjetividad que cree y es incapaz de alcanzar una mínima dimensión colectiva debido a la incomunicabilidad derivada de la irracionalidad y la ausencia de fundamentación de la propia creencia. Mientras en un sistema social cohesionado y compuesto por sujetos conscientes de la realidad en la que viven existirían consensos fundados (por la razón, por la evidencia, por la hilazón coherente de experiencias comunes, etc) acerca de ciertos aspectos de la misma, los sistemas sociales atomizados conformados por individuos aislados en su impermeable subjetividad quiebran de raíz la posibilidad de una noción de consenso (el único consenso es que no hay consenso) e impiden la efectiva solución de problemas de índole estructural al no concebir que entre las esferas individuales existen conexiones evidentes que responden a núcleos problemáticos comunes cuya manifestación se produce de formas muy diversas en el cotidiano ejercicio de la vida social. Una comunicación intersubjetiva de índole racional solamente puede darse efectivamente en el caso de sociedades cohesionadas en las que existe la posibilidad de compartir marcos y establecer diálogos, puesto que los productos de la razón suelen ser comunicables y compartibles (la universalidad de la ciencia es un ejemplo), y solucionar un problema político mediante la razón implica apuntar a unas causas que existen no solo para una subjetividad, sino para muchas de ellas, ya que habitan todas en el mismo mundo. Creo que redes sociales como Twitter (ahora, bajo el dominio del infausto Elon Musk, X) han contribuido a este fenómeno tan lesivo, ya que que aunque a veces sirven como tejidos comunicativos en los que el flujo de la información revierte en beneficio de sus usuarios, no es desdeñable el número de ocasiones en las que funcionan como medio por el que se difunden noticias falsas, bulos, tergiversaciones de la realidad o mensajes que atentan contra evidencias científicas, lo que nos aleja de esa noción de sociedad cohesionada antes definida, así como también de una democracia cuyos agentes sean plenamente conscientes de aquello que acontece en su medio. En este tipo de redes sociales se propagan infinidad de hechos alternativos infundados y espurios que no requieren de la razón y la comunicación dialógica para su asunción por parte de personalidades o pequeños grupos, sino que funcionan a raíz de un dogmatismo complaciente y acrítico que deriva en tribalismos de la verdad. Estos hechos alternativos son tomados como verdades de mayor legitimidad que las nacidas del ejercicio de la razón o las rigurosas prácticas de nuestras instituciones epistémicas, y pueden acabar por tener efectos muy dañinos para el bienestar de la sociedad (véanse los casos del negacionismo antivacunas, el negacionismo machista, el negacionismo climático…). En este sentido, me parecen muy interesantes las reflexiones que realiza Antonio Diéguez en las dos últimas partes de su reciente libro La ciencia en cuestión, publicado en la editorial Herder.
Como ya he mencionado brevemente con anterioridad, pienso que la filosofía tiene un papel que jugar en lo referente a estas problemáticas, para cuya resolución considero necesaria la inserción del carácter crítico y reflexivo del saber filosófico en todos los ámbitos de la actividad humana. Algo así únicamente puede lograrse si ponemos todos nuestros esfuerzos en un intento de universalización de los rudimentos básicos de ese pensamiento racional, incisivo y crítico por el que se caracteriza principalmente la filosofía. Lo escribió Antonio Machado en Proverbios y cantares:
¿Tu verdad? No, la Verdad,
y ven conmigo a buscarla.
La tuya, guárdatela.
De cualquier manera, esto no quita que las opiniones vayan a seguir existiendo: la existencia de algunas verdades en el terreno científico y social no mutila la posibilidad de que múltiples facetas de la realidad todavía no tengan una respuesta o una solución definitiva (y es probable que no vayan a tenerla nunca, dado que los problemas mutan, muestran nuevas caras con el paso del tiempo y el transcurso de la historia, donde se evidencian nuevos contextos de carencias y necesidades impredecibles a priori). De lo que se trata es de que exista un medio social en el que estas opiniones sean capaz de engarzarse, reconocerse referencias y motivaciones comunes, para así hilarse en un discurso político capaz de hacer frente a los problemas de nuestro mundo, el mundo que compartimos, mediante el ejercicio del diálogo racional. Hannah Arendt, en La promesa de la política, reflexiona acerca de esta cuestión desde las coordenadas de la filosofía griega clásica, evidenciando que esta problemática, pese a mostrar hoy su faceta más extrema, no es ninguna novedad:
Aunque es más que probable que Sócrates fuese el primero en hacer uso del dialegesthai (hablar por extenso sobre algo con alguien) sistemáticamente, probablemente él no lo consideraba como lo opuesto o la contrapartida a la persuasión, y es evidente que no oponía los resultados de esta dialéctica a la doxa, a la opinión. Para Sócrates, como para sus conciudadanos, la doxa era la formulación en el discurso de lo que dokei moi, esto es, de «lo que me parece a mí». Esta doxa no versaba sobre lo que Aristóteles denomina el eikos, lo probable, los múltiples verosímiles (distintos del unum verum, la verdad única, por un lado, y de las falsedades sin límite, las falsa infinita, por el otro), sino sobre la comprensión del mundo «tal y como se me muestra a mí». Por tanto, no era arbitrariedad y fantasía subjetiva, pero tampoco algo absoluto y válido para todos. Se asumía que el mundo se muestra de modo diferente a cada hombre en función de la posición que ocupa dentro de él, y que la «mismidad» del mundo, su rasgo común (koinon, como dirían los griegos, «común a todos») u «objetividad» (como diríamos nosotros desde el punto de vista subjetivo de la filosofía moderna), reside en el hecho de que el mismo mundo se muestra a cada cual y que, a pesar de todas las diferencias entre los hombres y sus posiciones en el mundo —y, por tanto, de sus doxai (opiniones)— «tanto tú como yo somos humanos».
Hay varias claves interpretativas en este texto en relación a nuestra presente argumentación; las he señalado en negrita. Al contrario que en nuestro tiempo, la doxa contenida en el dialegesthai, sin ser algo absoluto y válido para todos, una verdad sólida como las que previamente hemos mencionado en relación a la ciencia, tampoco era arbitrariedad y fantasía subjetiva debido a un rasgo común: el hecho de que existe un único mundo que, eso sí, se muestra ante cada cual de una forma diferente. Con esto último no nos referimos a una suerte de postura subjetivista en el plano de la representación, como si se tratase de un efecto de la psicología de cada cual, sino al hecho de que cada ser humano tiene una experiencia del mundo diferente debido a las peculiaridades de su existencia particular (hoy en día concebiríamos esto en clave de género, sexualidad, clase social, nivel educativo, etc). De ahí surge la diversidad doxástica, la pluralidad de opiniones, teniendo todas estas como elemento de juntura, además de un mismo mundo, es decir, una comunidad de referencias, el hecho de la humanidad de los sujetos de la comunidad, la pertenencia a algo que trasciende el conglomerado de referencias compartidas que configura el mundo de la cultura y se inserta en las raíces de lo que somos, en una identidad natural común que nos hace iguales, partes de una misma realidad. Esta idea fundamental es aquello que sustenta cualquier modelo social basada en una cohesión indisoluble entre sus partes constituyentes e imposibilita cualquier otro en el que, como ocurre hoy, cada sujeto se halle encerrado en los márgenes de su mismidad, en esas fantasías subjetivas mediante las cuales se convierte en un ser ajeno a la otredad, a la existencia de un otro al que en realidad debe la posibilidad misma de su existencia, despojándose así culturalmente de su humanidad compartida y alejándose de cualquier posible y fecundo dialegesthai entre doxas. Si asumimos que nuestras opiniones no refieren a elementos comunes no tendremos ningún motivo para tener responsabilidad sobre ellas, por lo que cualquier compromiso virtuoso y constructivo de veracidad y voluntad de progreso podrá verse diluido en una verborrea sin propósito y sin valor. Comprender el mundo como un sistema que requiere de la realización práctica de la sociabilidad para su adecuada emergencia en forma de proyecto común es la única forma que tenemos de intentar garantizar que este no se convierta en un imperio de la vacuidad y la devastación, sino en un intento de consecución del bienestar, una tendencia hacia lo mejor emanada del consenso y el diálogo que acabaría por redundar en beneficio de todos. En este sentido, la prematura muerte del humanista italiano Nuccio Ordine en 2023 supuso una triste pérdida para la sociedad, ya que en sus libros podía leerse esta voluntad cohesiva, un intento de virar hacia formas de convivencia más humanas, contrarias a la destructora descomposición de un mundo aquejado de la fatal enfermedad de la individualización y la alienación. Él sabía bien, como John Donne, que un hombre no es una isla, sino una gota mezclada en el océano de la humanidad, un pequeño manantial que desemboca en un inmenso río humano. Poner orden en la marea de ese deseable mundo cohesionado e impulsar las capacidades que nos pueden llevar hacia una potencial utopía cívica es la tarea de la filosofía, sea esta concebida en su delimitada faceta educativa o en su amplia dimensión social. De nosotros depende trabajar con inteligencia y pasión para que en un futuro no muy lejano se eleve en el horizonte del ser humano el albor de un nuevo mundo henchido de belleza, bienser y bienestar que deje atrás los actuales tiempos de barbarie.
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