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Memoria de la compasión

Memoria de la compasión


Miguel Palma

La suerte o el destino, según considere cada cual, me llevaron a nacer en Málaga un 5 de noviembre de 2004. Ese mismo día, varios miles de kilómetros al este, vieron también el mundo decenas de niños y niñas en ciudades como Alepo o Damasco. Como yo, hijos de padres que, estoy seguro, trabajaron con tesón para tratar de garantizarles el mejor de los futuros posibles. En 2011, cuando ninguno de nosotros había cumplido todavía 7 años, estalló en Siria la guerra civil que hasta hoy perdura. Yo seguí, ajeno a todo aquel horror, mi vida: cursaba Primaria, jugaba con mis amigos, disfrutaba con mi familia, dibujaba, escribía cuentos y leía libros. Ellos, sin embargo, vieron cómo su infancia se veía truncada por un sinfín de atrocidades inimaginables. Una noche de verano, creo que en 2014, estaba sentado con mi abuela paterna en el sofá de nuestra casa del campo cuando comenzó el telediario. De repente, una rapidísima sucesión de horrores: misiles, explosiones, ciudades arrasadas, militares, yihadistas, aviones de guerra. Entre toda aquella barbarie, me asaltan la memoria dos imágenes muy vívidas: la de un edificio residencial derrumbándose entre una enorme humareda y la de un niño de menos de diez años, mi edad en aquel momento, caminando junto a su hermano menor entre los esqueletos de unos edificios totalmente carcomidos por el devastador poder de las balas y las bombas. Un cambio de plano mostró la mirada de aquel infante: en ella solo se podía leer tristeza por la crueldad y la injusticia de su pasado y desesperanza por la oscuridad que iba poco a poco apoderándose de su futuro. Sobrecogido, no pude dejar de mirar la pantalla; era como si ese niño me estuviera observando, como si él estuviera viendo en mí todo aquello que pudo ser de él y las sucesivas fatalidades bélicas le habían arrebatado con vileza y maldad. Quedé impresionado por la crudeza de aquella humanísima imagen que parecía salir de la pantalla pidiendo auxilio, solicitando comunicarse con quienquiera que pudiera verla, luchando por no ahogarse en la oscuridad de la muerte, de la violencia, del odio, de la guerra. Mi abuela, de noventa años por aquel entonces, quitó la televisión entre suspiros cargados de pesar y afección. Lo que para muchos fue un telediario más, para mí fue la semilla de la que rápidamente brotaría el árbol de una sympathéia universal, aquello que me permitió identificar y experimentar el mal del otro, compartir, en cierto sentido, el pathos ajeno, por muy lejos que se hallase. En este caso, decir que sufrí tanto viendo a aquel niño como él mismo, que se veía atravesado por las sombras de la inhumanidad, sería una exageración imperdonable por mi parte, pero lo cierto es que su mirada me ha seguido interpelando en varias ocasiones. Recuerdo particularmente el día que Juanjo, el profesor de Valores Éticos de 4ºESO, nos explicó el conflicto sirio. Habían pasado más de cinco años desde el mencionado telediario, incluso mi abuela había fallecido hacía un tiempo, pero a raíz de las imágenes de la presentación de Power Point que estaba siendo proyectada en clase volví a recordar con amargura los ojos tristes y desesperanzados de aquel niño, tan parecido a mí en edad y tan distinto en contexto, experiencias vitales y, seguro, responsabilidades asumidas. Cuando anteayer desperté y leí que había caído la dictadura de Bashar al-Ásad, que tantas miles de vidas segó de formas indecibles, aquel chico se paseó una vez más por los senderos de mi memoria. ¿Qué habrá sido de él? ¿Seguirá con vida, ayudando a su hermano pequeño a caminar entre las cáscaras de edificios roídos por la violencia bélica? ¿Habría conseguido huir de ese páramo mortal en el que día y noche llovía muerte? ¿Tendrá ahora una vida mejor, arropado por la hospitalidad de un país libre todavía de xenofobia antihumana? ¿Volverá a Siria de inmediato o esperará un tiempo prudencial para comprobar que el nuevo gobierno no es un continuador de la carnicería asadista? Nunca tendré una respuesta para todas estas preguntas, pero ojalá mis esperanzas no se hayan visto frustradas. Hoy el impulso de la mirada que él plasmó en mis recuerdos vuelve a retumbar en la intimidad de mi conciencia cuando veo los cuerpos inertes de miles de menores asesinados a sangre fría por las tropas israelíes. Entre escalofríos, pienso en los niños que conozco y solo puedo desear que todos los mutiladores de inocencia que destruyen nuestro mundo acaben, como consecuencia de un triunfo de la compasión y el humanismo, en lo más profundo del vertedero moral y material de la historia. 


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