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Cimentar la libertad

Cimentar la libertad


Miguel Palma

En las últimas semanas hemos conocido con detalle la delicadísima situación por la que están pasando las universidades públicas de la Comunidad de Madrid. Sin entrar en demasiados detalles, basta con decir que la Facultad de Filosofía de la Complutense no tiene dinero para comprar más libros con los que llenar los anaqueles de la Biblioteca (¿y qué es la filosofía sin la existencia de libros con los que poder ilustrarse?) para que el lector se haga una idea aproximada del lamentable panorama en el que nos encontramos. Cuando hoy al mediodía salí de clase de Metafísica, un gran cartel que presidía el recibidor de la Facultad evidenciaba la fatalidad de los tiempos: “La pública está en crisis”. Al verlo, le hice una fotografía y me fui a casa. Por el camino, mientras miraba por la ventana del autobús, me pregunté cómo era posible que un gobierno, el de la Comunidad de Madrid, que se autodenomina “liberal”, permitiese que tal situación se diera en el seno de su propio sistema público de educación superior. Si los liberales, en teoría, deben velar por la más virtuosa realización de la libertad humana, ¿por qué no solamente están conformes sino que fomentan la acentuadísima erosión de la institución educativa que atesora y transmite los mayores hitos epistemológicos alcanzados por el genio humano? Ni siquiera hablo aquí (y entiéndase que lo considero algo grave, así como un intolerable cercenamiento de la libertad) de que se esté obstaculizando a la totalidad de la comunidad universitaria (y en especial a sus integrantes más económicamente desfavorecidos) el acceso a los mensajes contenidos en las grandes obras del pensamiento humano, como el Menón de Platón, la Crítica de la razón pura de Kant o La estructura de las revoluciones científicas de Thomas S. Kuhn, sino de algo notablemente más profundo, muy superior en lo referido a su radicalidad. Con esta enorme minimización de la posibilidad de adquirir conocimientos se está reduciendo directamente la capacidad de comprender el complejo entramado de fenómenos que constituye la vida social, las dinámicas del medio mismo en el que se desarrolla la existencia humana, y con ello se está hiriendo violenta y fieramente la posibilidad de actuar sobre la realidad para transformarla, para cambiarla mediante la erradicación de los elementos, fenómenos y procesos injustos que generan sufrimientos innecesarios e intolerables. En pocas palabras, la depauperación intelectual a la que se pretende someter a la comunidad universitaria a base de asfixia económica desintegra la posibilidad de constituir de una voluntad nacida del conocimiento de aquellos procesos que la configuran. Al contrario de lo que piensan nuestros liberales contemporáneos, que parecen concebir la voluntad necesaria para el ejercicio de la libertad como la facultad pura e incondicionada de los sujetos para querer esto o aquello en absoluta conformidad con el ulterior beneficio que pueda proporcionarles su propia elección, el acto voluntario está siempre precedido por un condicionamiento objetivo de la voluntad (es decir, por una influencia de todo lo que es ajeno al sujeto en lo relativo a la configuración misma de la voluntad). Si tomamos la etimología de la palabra voluntad, observaremos que deriva del latín voluntas, que a su vez viene del verbo volo (querer). En el caso del plano de la naturaleza, donde nos encontramos determinados por factores biológicos totalmente a priori, absolutamente previos a la formación de nuestra identidad individual, es normal que la respuesta eficaz a aquello que queremos sea fácilmente definible: cuando tenemos el estómago vacío, nuestro propio organismo hace que se segreguen hormonas encargadas de transmitir al cerebro la necesidad de alimentarnos, por lo que nos entra una sensación de hambre que paliamos fácilmente al comer. En este caso no hay equívocos en lo referido a nuestra voluntad, ya que forma parte de nuestra constitución biológica, el rincón más recóndito del conglomerado “instintivo” que perfila nuestra condición de seres vivos. La razón, por tanto, no está de por medio, y mucho menos la sociedad (al menos en lo referente a los mecanismos biológicos que dan como resultado el tener hambre; ya sabemos que la pobreza, entre otros factores materiales, también juega un papel en una visión mucho más amplia y general, digamos biopolítica, del hambre, al ser los alimentos bienes de consumo insertos en procesos mercantiles, pero esa es otra cuestión). Sin embargo, cuando aquí nos hemos estado refiriendo al término voluntad lo hemos hecho desde la óptica de la sociedad, es decir, partiendo de la base de que somos, además de seres naturales, seres culturales que se configuran a sí mismos a partir de su conjugación articulada con el resto de individuos que pueblan el mundo. En este sentido, hallándonos inmersos en un gigantesco plasma social, proyectamos nuestra voluntad hacia la totalidad de la sociedad en forma de política, pero no debemos olvidar que también ella se ha constituido, como se ha explicado anteriormente, a raíz de este mundo exterior a la mera subjetividad. La totalidad del fruto surgido de la cultura que es aquí la voluntad está configurado, desde el momento mismo de su nacimiento, por el conjunto de mensajes que de la experiencia de los fenómenos pertenecientes a esa cultura han podido brotar. Visto así, poco cabe esperar de la calidad de los frutos de una experiencia sumida en la más honda y desesperante pobreza; muchas inercias eternamente indubitadas, demasiados pensamientos avalados por un bon sens que nunca ha sido revisado por una racionalidad inquisitiva y crítica, así como innumerables términos del lenguaje manipulados por intereses aviesos fluirán con celeridad por el tejido mismo de la voluntad, impidiendo el adecuado ejercicio de la libertad de la que ella es una indispensable antecesora. Se hace necesario, pues, en este punto, someter a la voluntad misma a una larga cadena de interrogaciones, siempre con el justo y loable fin de limpiar las manchas producidas por el arrastre del lodo de todos los lugares comunes y las creencias injustificadas que no han pasado por el exigente tribunal de la razón: qué se quiere, a qué responde el que eso se quiera, de dónde viene lo que se quiere… Pues, ¿dónde está la libertad en un individuo que desconoce completamente todo cuanto le rodea y no actúa tomando sus propias decisiones en función de un conocimiento firme, sino que se deja llevar por el continuo devenir de un “sentido común” que jamás ha sido cuestionado? ¿Cómo se puede ser libre sin una base desde la que partir, primero hacia la elección y después hacia la acción? ¿No se estaría, ante la carencia total de conocimientos, en un estado de alienación según el cual podría tomarse como verdadero lo falso y como imprescindible para el bienestar lo enteramente pernicioso? Es imposible que exista una voluntad conscientemente constituida hasta que no se adquiera un notable conocimiento de buena parte de los resquicios (científicos, filosóficos, lingüísticos, históricos, artísticos, morales, etc) del mundo en el que uno se halla sumergido. Llegados hasta aquí, resulta necesario aclarar que un idéntico conocimiento de los matices presentes en la realidad puede derivar sin mayor conflicto en diferentes diagnósticos sobre los problemas que ella misma presenta, y por lo tanto en acciones que, siendo igualmente libres en lo referido a su proceso constitutivo, diverjan en cuanto a su propio contenido práctico. Que deba optarse por una u otra es ya una cuestión que compete al nivel de la comprobación de la efectividad de cada una respecto a sus propósitos, cosa que no es en absoluto objeto de este artículo, centrado más bien en el establecimiento de unas bases generales. Ahora bien, queda claro que no puede existir una noción prístina de deber si no hay antes un conocimiento de la situación base desde la que brota una potencial acción, asunto que mediante la obstaculización del acceso al saber que estamos viendo en la universidad pública se hace bastante más difícil. Es imposible saber qué conviene al mundo, y por lo tanto qué debe hacerse para que nuestros problemas entren en el cauce de su extinción, sin conocer la estructura del mismo, aquellos factores que configuran su estado actual. Pero esta cuestión no solamente atañe a los responsables de la deplorable situación de la educación superior madrileña (el gobierno de la presidenta Isabel Díaz Ayuso, digámoslo claro), y ni siquiera solamente a la universidad, sino a la totalidad de la institución educativa que hoy denominamos generalmente con el nombre de Escuela. La Escuela, desde una perspectiva filosófica, es una institución trascendental en lo tocante a la esfera social de lo humano. Gran parte de lo que en ella está contenido tiene por objeto servir como condición de posibilidad del adecuado funcionamiento de la vida pública, de nuestra connatural dimensión política. Los conocimientos que allí se transmiten, pese a su aparente inutilidad a priori, enriquecen y elevan hasta virtuosos niveles nuestra condición de ciudadanos, conformando el criterio que con posterioridad esbozará los límites de nuestra agencia moral y racional como seres culturales inmersos en una realidad supuestamente democrática. La Escuela erige uno de los múltiples cimientos de la libertad: sin ella no se puede imaginar un mundo sin cadenas, ya que es de las pocas instituciones que día a día trata de romperlas con admirable tesón. Pocos hitos memorables y positivos para la histórica empresa del ser humano conseguiremos maltratándola de esta manera. Conscientes de su enorme necesidad, se nos presenta como una urgencia luchar contra quienes, prometiendo una y otra vez la llegada plena al reino de la libertad, tratan afanosamente de aniquilarlo. Defendamos la educación pública, pues nos van la inteligencia, la justicia y la libertad en ello.

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