El último de todos los ilustrados
Emilio Lledó es una figura peculiar en el contexto de la cultura española; a medio camino entre la filosofía y la filología, sus reflexiones siempre parten desde las más altas ideas de la Antigüedad clásica para proyectarse hacia el presente en forma de mensajes de purísima actualidad, aconsejándonos siempre seguir el camino de la razón, de la ética y de la memoria de cara a la constitución de un mundo mejor. Siempre ha negado ser un filósofo como tal, aseverando no ser más que un simple funcionario de la filosofía, pero rechazar la idea de que sus escritos contienen un sólido compromiso intelectual con actitudes y conceptos del área de la filosofía sería negar evidencias claras: su pensamiento, ajeno a cualquier clase de gresca académica e incardinado en el corazón mismo de la reflexión hermenéutica y cultural, se puede definir como ilustrado por su énfasis en la relación entre el cauce del lógos, la dimensión de la razón que se expresa en la estructura misma del lenguaje y que delinea una forma concreta de ver del mundo (theoría), y el cauce del ethos, un modus vivendi que se manifiesta con toda su fuerza vital en el ejercicio mismo de la praxis. En este sentido, para Lledó, el ámbito del lógos que pretende impulsar la práctica de lo ético no puede ceñirse solamente a un plano individual: el rango del ethos debe alcanzar toda dimensión colectiva, insertarse en los engranajes que aportan dinamismo al plasma social en el que se desarrolla la vida humana y sobre el que se construye el mundo de la cultura. Y es que este terreno de lo cultural es precisamente el punto de partida de otro de los temas predilectos del pensador sevillano: el continuo recurso a la historia. En sí misma, esta dimensión histórica de la perspectiva intelectual de Lledó descansa sobre su insistencia en la importancia de la memoria, que no es más que la articulación de un conglomerado de trazas de temporalidad insertadas en las fórmulas sobre las que se yergue el lenguaje humano, del que emana toda posibilidad de comunicación. El lógos, el plano de lo léxico-semántico, vuelve una vez más para ser el sedimento de la cultura, un fértil terreno en el que los humanos somos capaces de referirnos los unos a los otros, construyendo así un ámbito común sobre el que poder asentar los cimientos de nuestro devenir. No hay, pues, posibilidad de «utopía potencial», de un futuro cuya forma se nos presenta como una incógnita dentro la cual cabe esperar un germen del bien, sin conocimiento de la constitución histórica del lógos, sin una memoria que nos permita retrotraernos al pasado y ver a qué responde la semántica sobre la que se asienta nuestro diálogo comunitario. Así, mediante este ejercicio de memoria que apunta directamente al núcleo de nuestra identidad, trata de responder a las preguntas que planteó Kant al final de la Crítica de la razón pura: «¿qué puedo conocer? ¿qué debo hacer? ¿qué me cabe esperar?», subsumidas todas ellas en un bello y generalísimo «¿qué es el hombre?» mediante el que se estaría cumpliendo el mandato délfico del γνωθι σεαυτόν, el deber de conocernos a nosotros mismos mediante el uso del lógos para saber orientar nuestra acción, nuestro ethos, sobre el movedizo suelo de la polis. Es para Lledó el maravilloso mundo de la literatura, concebido en su sentido más general, el lugar en el que se encuentran los contenidos con los que nos será posible hacer frente a esta exigencia de una razón que se imbrica con la vida, el espacio que contiene las semillas desde las que germinarán las soluciones a los magnos interrogantes que se nos imponen como seres impregnados de curiosidad y racionalidad. Solo conociendo con sumo detalle lo comprimido en los márgenes de los textos que aguardan silentes el esfuerzo intelectual de un lector potencial podremos estar en condiciones de abordar tamaña empresa del ingenio humano. Llegamos así a la educación, a la παιδεία, el lento proceso de aprendizaje, para descubrir que es ella la base radical desde la que parte todo lógos del que nacerá el futuro del ethos, que es a su vez el porvenir de la polis y de la cultura, ese entorno en el que son posibles nuestras más altas manifestaciones de libertad. No puede ser aquí Lledó más claramente ilustrado, dado que deposita todas sus ilusiones en el porvenir luminoso de una humanidad capaz de adoptar integralmente la forma de la cultura en el ejercicio de la paideia, el amplio espacio en el que se dan la fragua y el descubrimiento del lógos, ya sea en la forma de un lenguaje henchido de temporalidad (y por tanto repleto de memoria) o en el plano de esa razón que ve cómo crecen a la par sus contenidos y sus capacidades. En este sentido, hay una focalización en la adecuada construcción epistemológica y moral del bienser para dotar al bienestar de una base mediante la que poder expresarse socialmente: nótense, pues, los ecos de un intelectualismo ético al estilo socrático. Lledó sigue viviendo, en ocasiones con gran pesar, en la ilusión de la llegada a término de esa esperanza dentro de la realidad humana: no por otro motivo distinto a la frustración está plenamente convencido de que lo ahora existente no es sino el desgénero humano. Es lo aquí descrito la hermosa ilusión de un hombre bueno, el sustento de un idealista en el más bello y trágico sentido del término.
A partir del siglo XVIII, los europeos tuvimos dos vías para culminar el proyecto ilustrado que reinó en las postrimerías de la Modernidad: o bien la de una razón moral capaz de entroncar todos nuestros hitos en torno a la conjugación virtuosa de la razón (el lógos) y la ética (la más alta realización del ethos), o bien la de la razón estratégica o instrumental, basada en exportar el talante sistemático y ordenador de la razón misma a otros órdenes de realidad, mutilando de paso su carácter moral con el fin de poder emplearla para fines atroces. El nivel de barbarie alcanzado por la elección de la segunda vía durante el último siglo ha hecho a muchos rechazar cualquier empeño o esperanza ilustrada, pero Lledó, rozando los 98 años, es incombustible y resiste inerme ante los duros embates de una realidad empeñada en repetir sus errores una y otra vez. La imagen de una kantiana paz perpetua, así como la de una plena y legítima mayoría de edad impulsada por un sapere aude cargado de la experiencia de décadas de atrocidades, pese a mostrársenos como muy lejana, vive en la convicción optimista de Lledó, que incluso sabiendo, como Platón, que lo bueno es difícil (χαλεπὰ τὰ καλά), sonríe convencido de que algún día será posible el triunfo del bien que acabará por liberar a nuestro mundo de sus más siniestras miserias. Mientras tanto, consciente de su finitud y de la gran distancia que media entre la realidad y la imaginación, nos insta a todos a usar los medios a nuestro alcance para poner remedio a la tragedia por la que transitamos, tratando así de salvar la cultura, el hito de la inteligencia que logró brotar, en un eco primigenio, de la vida que se da en el margen de la corporalidad. Es esa la voluntad de Emilio Lledó, epígono de una ensoñación clásica desaparecida hace siglos, el último de todos los ilustrados.
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