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¿Qué haces, Europa?

¿Qué haces, Europa? 


Miguel Palma

Esta noche, mientras todos dormíamos, Israel dinamitó el frágil acuerdo de alto al fuego que logró ralentizar durante un par de meses el ritmo de la matanza de civiles en Palestina. Decenas de aviones de guerra surcaron por sorpresa los cielos de la Franja de Gaza y desataron una infernal pesadilla flamígera que ha acabado, hasta el momento, con la vida de más de cuatrocientas personas. Entre todas ellas, notablemente más de un centenar eran menores de edad y varias decenas apenas llegaban a los diez años. No es necesario tener un profundo conocimiento del Derecho Internacional para saber que una acción de estas características es un crimen contra la humanidad y una violación flagrante de gran parte de los artículos recogidos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos aprobada en 1948. Por supuesto, tras la infausta masacre, acogida sin óbice alguno por Donald Trump, no han tardado en surgir los ya clásicos y rutinarios comunicados de la ONU, en los que se ha condenado enérgicamente (todo lo enérgicamente que la ONU es capaz de condenar cualquier atrocidad; a saber, con un siempre imperturbable, circunspecto y modoso lenguaje. Hoy se ha empleado el término “horroroso” o alguna variante similar. Ya es un avance.) la fiereza y brutalidad de semejante carnicería. La Unión Europea, por su parte, que no pasa ahora por sus mejores momentos tras haber sido completamente abandonada por EEUU, reino de pistoleros, ha recalcado, deeply concerned (y aquí hemos de notar que la expresión va, a estas alturas del cuento, para significante vacío), que un ataque tan devastador (y, añado yo, cobarde: ¡aviones de guerra contra refugiados entre ruinas y tiendas de campaña!) es intolerable, por lo que insta a Israel a respetar el acuerdo de alto al fuego (ese durante el cual han sido asesinados más de 150 palestinos) y a actuar con contención (lo dicho: «bueno, matad, vale, pero más lento…»). Todo esto, por mucho que se quiera ver como una llamada de Europa a la moderación (no estamos hablando de reducir la ingesta calórica en un plan nutricional, sino de masacrar a personas inocentes: que alguien me diga cómo se asesina moderadamente) no es más que un blanqueamiento constante del exterminio indiscriminado de civiles y el sumo desprecio por el Derecho Internacional.

Europa, reconstruida a partir de 1945 sobre las cenizas de la II Guerra Mundial, trató de enarbolar, al menos discursivamente, las más nobles causas de la humanidad: libertad, igualdad, justicia, democracia, tolerancia, paz… Podría decirse que la conformación semántica de la Unión Europea (que no es toda Europa, pero sí la entidad que constantemente trata de alzarse en avatar de la totalidad de su idea fundacional), proceso paralelo al de su construcción política, no exenta de miserias, se basó en la articulación de todos esos bellos términos, cuyas virtudes, al ser reconocidas, deberían comportar también la exigencia de su realización. Siglos de infamias de las que Europa ha sido responsable nos hacen, si cabe, más conscientes de su suma necesidad. El imperialismo (que todavía hoy, no nos engañemos, late en el interior del cuerpo político de la Unión) dejó a su paso una estela de sangre imposible de olvidar: Leopoldo II de Bélgica, amo y señor del llamado Estado Libre del Congo entre 1885 y 1908, se nos viene hoy a la mente como uno de los seres más crueles de la historia. La actual Namibia, conocida antaño, bajo el mando alemán, como África del Sudoeste, fue también escenario de horrores inefables. Y no hablemos ya de todos los territorios colonizados por Inglaterra o Francia, por mencionar tan solo los imperios más vastos. Podríamos seguir así mucho más tiempo, pero se entiende el mensaje señalado: que Europa es más que consciente de su pasado y sabe que ha cometido una enorme cantidad de errores de inconmensurable magnitud a cuyas nuevas manifestaciones (siempre análogas, nunca idénticas) hay que decir «Nunca más, ¡Never again!». La pregunta es: después de esa toma de conciencia (parcial y mejorable, por supuesto) que pareció brotar a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, después de definirse con tanta nitidez a partir de la Declaración Universal de los DDHH, después de abrazar, al menos en apariencia, el legado del proyecto kantiano (es decir, tomar la dignidad inherente al ser humano como fundamento matricial de la moralidad, fundando así una ética y un derecho universales), después de saber distinguir con tanta claridad lo deseable de lo abominable, ¿qué sentido tiene seguir inmóviles, silentes y aquiescentes ante lo que a todas luces es una monstruosidad, ante lo que lo que ya sabemos (¡insisto, por experiencia propia!) que es intolerable? En Gaza ya han sido asesinadas, siendo conservadores, más de ochenta mil personas. Se logró un alto al fuego (muy frágil y defectuoso, lo hemos mencionado) tras más de un año en el que no hicimos lo que debimos, elevando al máximo imaginable (veremos hasta dónde nos llega ahora la imaginación) las cotas de sufrimiento. Hoy retorna la barbarie y seguimos empleando las mismas fórmulas lingüísticas, los mismos mensajes viciados y carentes de contenido y las mismas excusas para permitir el avance implacable del genocidio. Sé que no es la primera vez que Europa, desde su presunta refundación universalista, traiciona o ignora sus propios principios (¿o es que quizás los principios universalistas no recogen a los palestinos? Puede que para más de un intelecto defectuoso sí que sea, al fin y al cabo, así), pero es precisamente la persistencia en el error lo que me hace ver las espantosas imágenes de centenares de cuerpos exangües mientras me pregunto «¿qué haces, Europa?».

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