Historicidad y técnica en Ortega y Gasset: homenaje a 70 años de su muerte
Miguel Palma Molina
Preámbulo
Cuando hablamos de la obra de José Ortega y Gasset, filósofo madrileño por excelencia, nos encontramos ante la ardua tarea de tener que considerar un pensamiento con una formidable conciencia del tiempo histórico en el que se halla inserto. Por ello es Ortega el intelectual de la circunstancia, el filósofo que injerta en la «historia vivida» su entero proyecto filosófico y vertebra en torno a ella todo el rico repertorio de términos, ideas y propuestas que con parsimoniosa y elegante pluma se encarga ulteriormente de desarrollar. Como deja claro en numerosos fragmentos de La idea de principio en Leibniz y El tema de nuestro tiempo, dos de sus más célebres ensayos, es tarea vacua y radicalmente inauténtica hablar de conceptos desde el escolástico altar de una pura razón sin atender a cómo estos se engarzan con el ejercicio constante que es siempre la vida. Cada palabra que Ortega emplea en sus textos lleva sobre sí el peso de la historia, la gigantesca carga de toda una necesidad, una exigencia diremos, de la propia vitalidad que los engendra y los utiliza. La palabra «técnica», en la obra que a continuación analizaremos, condensa toda una semántica que sobrepasa las fronteras de lo meramente etimológico para adentrarse en el ámbito, siempre cambiante y en ocasiones tremoroso, de la prolongada experiencia histórico-vital del ser humano.
Meditación de la técnica
La obra Meditación de la técnica, publicada por primera vez en 1939 aunque basada en unos cursos impartidos en el año 1933, constituye uno de los más admirables esfuerzos intelectuales de Ortega: comprender el fenómeno de lo técnico, no tanto en su sentido a priori más evidente (a saber, el cómo funciona la técnica a nivel industrial, comercial, político, etc), sino en relación con una ontología de lo humano, con el modo de ser del hombre en tanto que ser que, sumergido en el fragoroso mar de sus circunstancias, tiene que vérselas con ellas y elaborar un proyecto en el cual poder realizarse vitalmente. De este modo, a lo largo de doce lecciones, Ortega despliega una filosofía de la técnica que es, a la vez, una filosofía de la vida humana.
La primera conferencia se abre con una aseveración reveladora: «Uno de los temas que en los próximos años se va a debatir con mayor brío es el del sentido, ventajas, daños y límites de la técnica». Ortega, como ya adelantamos, ha sabido rastrear el tema de su tiempo y repara en que la era en la que vive está caracterizada por un más que eminente tecnicismo: así, el término, el concepto designado, está cargado de una radical historicidad, de una gravedad otorgada por la circunstancia vigente, lo que transforma el proyecto de su análisis en un asunto más que justificado. Se refleja, pues, en estas palabras de Ortega, una clara conciencia de su misión como pensador: anticiparse a los temas que, por su notable influencia en la vida humana, constituirán toda discusión pública venidera.
Tras esto, introduce Ortega el problema fundamental de la técnica, a saber, que el ser humano no solamente vive en el mundo al modo de un animal o una planta (es decir, biológicamente) en una relación de necesidad con el medio natural, sino que sobrepasa las fronteras de esa mera biología y se asienta ya en la dimensión de un «vivir bien». El ser humano, para Ortega, es un bon vivant, un vividor que no se conforma con lo que le viene ya dado en la inmediata circunstancia (ese mundus adspectabilis del que hablaría Gustavo Bueno) sino que busca un bienestar que debe actualizarse en lo que él denomina un trasmundo, en una sobrenaturaleza generada por él mismo, siempre sin dejar de partir del suelo firme de ese medio, esa circunstancia inevitable que es lo natural. En este sentido, Ortega no se despega de una concepción del ser humano que, a fuer de vitalista, tiene en alta consideración la inmediata materialidad a la que estamos sujetos. En la base de la génesis de ese trasmundo se halla la dimensión de lo técnico, el entorno en el que se da la praxis en la que se realizan las querencias inherentes a nuestro bienestante ser. Es en este nuevo trasmundo generado por la técnica donde el hombre es capaz de ensimismarse (es decir, de ser sí-mismo), pues ya no está totalmente sometido a las constricciones de la alteridad, de aquello que es alter y se halla fuera de sí, imponiéndose como necesidad apremiante e insoslayable. En En torno a Galileo, así como en Ensimismamiento y alteración, Ortega define el alterarse como un hallarse fuera de sí, un dejar de estar ensimismado. En ese ensimismamiento surge la posibilidad de tener un proyecto, un programa vital que realizar con el que llenar el vacío, la «vacante de obligación» derivada del prodigioso ejercicio de la técnica; en esto consiste lo que Ortega llama la «vida inventada». Carlos París, en estos mismos términos, define al ser humano como un «ser proyectivo», mientras que George Steiner, en su ensayo Gramáticas de la creación, afirma que uno de los más prodigiosos acontecimientos de la historia fue la invención del subjuntivo, pues permite la apertura hacia lo imaginable y la proyección hacia un futuro posible pero no necesario, la realización de un programa vital que, en función de cada ser humano, puede adoptar diversísimas trayectorias. La noción de imaginación de Ortega se nos revela como fundamental, pues en ella radica la posibilidad de la técnica, que es en última instancia la de poder prever y crear algo nuevo a raíz de lo ya presente, lo que ya se da de antemano en el mundo. El ser humano, al no estar atado al reino de la necesidad, no es un datum, algo ya dado, sino pura dynamis, potencia por actualizar. De este modo, en el proyecto orteguiano, no somos una cosa, sino una «pretensión» todavía no realizada. Nuestra naturaleza técnica sería la conditio sine qua non del paso del mundo de la necesidad a ese trasmundo del bon vivant al que se inhiere la posibilidad de la libertad.
Cobra, pues, sentido, la afirmación de que «el hombre no tiene empeño alguno por estar en el mundo. En lo que tiene empeño es en estar bien». Es difícil no ver aquí, en este velado elogio a la libertad que realiza Ortega, una apuesta similar a la que Kant pone sobre la mesa para salir de su tercera antinomia en la Crítica de la razón pura. Sin negar la naturaleza y nuestra plena y necesaria sujeción a ella, existe en el ser humano un ámbito en el que la libertad es posible y se nos impone como una realidad innegable: el trasmundo orteguiano se asemeja, pues, al ámbito de la racionalidad práctica kantiana, que se despega de la rígida necesidad de lo fenoménico y se instala en el universo de posibilidades que ofrece el noúmeno. Este enfrentarnos a nuestra propia vida, al hecho de que estamos arrojados al mundo, nos obliga a confrontarnos con nuestra entera circunstancia, a operar con aquello que hallamos en nuestro camino. A la vista de lo dicho, no sería raro trazar un puente entre esta noción orteguiana y el concepto de «sujeto operatorio», eje central de todo el Materialismo Filosófico de Gustavo Bueno, pues ciertamente, y pese a la apreciable distancia teórica existente entre ambos, no son pocas las similitudes que hay entre estas dos nociones.
Ahora bien, si volvemos a la relación entre la técnica y el ser humano, se ve con claridad cómo Ortega ve en el «hecho técnico» de lo humano otra fuente de problemas relacionada, esta vez, con el deseo, pues una vez garantizada esa posibilidad de libertad debemos saber qué hacer con ella:
Acaso la enfermedad básica de nuestro tiempo sea una crisis de los deseos, y por eso toda la fabulosa potencialidad de nuestra técnica parece como si no nos sirviera de nada. Hoy la cosa comienza a hacerse patente, pero ya en 1921 se me ocurría enunciar el grave hecho: «Europa padece una extenuación en su facultad de desear». (España invertebrada). Y esa obnubilación del programa vital traerá consigo una detención o retroceso de la técnica que no sabrá bien a quién, a qué servir.
La radical historicidad del pensamiento orteguiano, tal y como se había comentado al principio de este ensayo, se observa en puntos como este; la capacidad técnica del hombre (y no solo ella, sino sus producciones, sus realizaciones concretas) está inserta en el tejido mismo de la totalidad del tiempo vivido, aquel en el que se expresan todas las facetas problemáticas de su existencia. El deseo y la técnica, vertebrados en torno a un mismo punto de la experiencia histórica del ser humano, deben, pues, ser pensados como parte de un mismo dilema de nuestra existencia, un dilema de un mismo tiempo. Así, cada estrato histórico alumbra un distinto tipo de hombre, un distinto programa vital del que surge una determinada relación con la técnica: Ortega menciona el caso del bodhisattva, el gentleman inglés y el hidalgo español. Afirma en este punto que «el pueblo en que predomina la idea de que el verdadero ser del hombre es ser bodhisattva no puede crear una técnica igual a aquel otro en que se aspira a ser gentleman». El gentleman representa un tipo humano sobrio, equilibrado, cuya relación con la técnica es de un cierto dominio silencioso. Ortega contrasta esta figura con la del hidalgo español, rígido e impetuoso. El tipo de hombre que se quiere ser determina qué clase de instrumentos se crean y se consideran valiosos. El presente análisis cultural de la técnica nos permite observar cómo la tesis orteguiana (a saber, que todo concepto está cargado de historia) se confirma en el caso de la técnica, pues esta misma no es neutral, sino que está impregnada de todo tipo de valores de índole vital.
A partir de aquí, Ortega propone una historia estructural de la técnica. Más allá de ciertas fechas o invenciones específicas, pretende analizar los diferentes modos de hacer técnica, siempre enlazados a la cosmovisión humana, al modo de ver el mundo que cada uno de ellos expresa. Encontramos así que establece una distinción tripartita entre la técnica del azar, la del artesano y la del técnico moderno. Cada uno de estos modos de hacer (modalidades de la técnica) se hallan vinculados a modos de saber. Toda técnica lleva así aparejada una entera visión del mundo, una determinada forma de comprender la realidad. De este modo, la primera de todas estas modalidades de la técnica (la técnica del azar) está guiada por el descubrimiento fortuito, el ensayo y error, por un saber acerca de lo técnico que no se halla codificado ni sistematizado. La segunda de ellas, la técnica artesanal, representa por su parte un momento de clara sistematización: el saber y el hacer se unifican en la figura del artesano, cuyo conocimiento es tácito y se encarna en la praxis. Finalmente, para Ortega es en la técnica del técnico moderno donde aparece la separación radical entre teoría y praxis, donde el saber técnico (ahora especializado, abstracto, integralmente científico) se impone como método totalmente independiente de la experiencia vital que se manifestaba en la producción artesanal. Es la era, no ya del instrumento, sino de la máquina propiamente dicha. Este paso preocupa sobremanera a Ortega, pues supone una enorme mutación de la relación del hombre con la técnica, una suerte de terremoto en el corazón de la ontología humana. Ortega pone el foco en la especialización creciente y en la posible deshumanización del proceso técnico. En este nuevo contexto, el técnico produce sin saber exactamente para qué produce, sin tener clara la finalidad vital de sus actos. La técnica, pues, se convierte en fin en sí misma, generando así el riesgo de vaciar de todo contenido existencial el quehacer humano, la tarea del hombre. Al llegar a este estadio, lo técnico deja de estar al servicio de una radical experiencia histórica para empezar a imponer sus propias lógicas, desgajándose del suelo vital del que originariamente brotó y volviéndose, no ya solamente autónoma, sino impermeable a los legítimos y rectores fines de la vida humana que ella engendró para sí. Esta fase se refleja en la afirmación siguiente: «el hombre moderno no puede vivir sin técnica, pero ha olvidado que ella es una creación suya».
Esta total pérdida de conciencia sobre el carácter artificial, construido y vitalmente orientado de la técnica es uno de los mayores peligros de nuestro tiempo. Vivimos rodeados de dispositivos, infraestructuras y tecnologías cuya génesis ignoramos y cuya finalidad hemos dejado de cuestionar. El olvido de la técnica es, para Ortega, el más grave síntoma de una enfermedad espiritual: la del hombre que ya no sabe quién es ni qué quiere ser. Carece de proyecto, de programa vital. Y bien sabido es que solamente puede mantenerse viva la técnica si le es devuelto su vínculo con la vida auténtica, esto es, con un proyecto de vida capaz de justificar su existencia. La vida inventada, el trasmundo necesario para garantizar la satisfacción de nuestra condición de bon vivant, de la que al principio hablábamos, no puede sucumbir ante el imperio desenfrenado de una técnica desenraizada, deshumanizada y, en esencia, antivital: sin lo humano como centro, sin un proyecto que la oriente, la técnica no solo es incapaz de mejorar la vida, sino que puede vaciarla de sentido, abocándola finalmente al oscuro abismo de la aniquilación.
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