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Los intelectuales en nuestro mundo

 Los intelectuales en nuestro mundo

Jean Paul Sartre y Michel Foucault

Miguel Palma Molina


“El intelectual, el creador, si verdaderamente lo es, debe tener algo más que capacidad analítica de diagnóstico; debe poseer coraje en relación a flagrantes transgresiones de la libertad o de la justicia.”

Eugenio Trías (1942-2013) 


Eugenio Trías, notable filósofo español del siglo XX, menciona aquí la misma idea que yo recalcaba en mi artículo previo acerca de este mismo asunto; la obligación del intelectual de, más allá de únicamente detectar un problema o una incoherencia y teorizar profundamente acerca de este, influir positivamente en la sociedad de manera práctica con la aplicación directa de sus reflexiones. Así, a la cuestión “qué es ser un intelectual”, yo respondía con la implantación de un sistema dualista: a diferencia del grueso de la sociedad, los intelectuales son homo sapiens por naturaleza - no se puede renegar de la especie de uno mismo - y homo universi por su relevante papel en la sociedad de su tiempo. Definir lo que es un intelectual jamás ha sido sencillo. En numerosas ocasiones se ha utilizado - en realidad se sigue haciendo - la palabra a modo de mofa o denuesto. En una sociedad antiintelectualista - cualidad que no es exclusiva de nuestros tiempos -, el saber erudito en sí mismo está despreciado al extremo y su validez a la hora de aportar algo positivo al mundo humano se suele ver negada o anulada. Isaac Asimov, individuo de saber ecuménico, a quien considero una de las personas más prodigiosas que ha alumbrado el siglo XX, dijo lo siguiente acerca de este fenómeno:


“El antiintelectualismo es el culto a la ignorancia. Ha sido una constante en nuestra historia política y cultural, promovida por la falsa idea de que la democracia consiste en que “mi ignorancia es tan válida como tu conocimiento”.

Isaac Asimov (1920-1992)

 

El intelectual detenta, además de una enorme responsabilidad en el ámbito social, el deber de defender su propia condición de ilustrado. A pesar de que en numerosas ocasiones se intenta economizar la educación, tratándola como un instrumento de puro carácter utilitario y despreciando el aspecto bello que las cosas tienen en sí mismas, esta es indispensable para que la humanidad pueda llegar a su cénit del bienestar común. Una sociedad donde la cultura esté arraigada y los habitantes tengan un nivel de conocimientos generales elevado es libre, ya que conoce todos los aspectos que la determinan, desde la historia, pasando por la ciencia, hasta la política. A su vez, esta es más democrática, ya que las elecciones de los votantes estarán basadas en el conocimiento de las bases ideológicas de los distintos partidos, no en artimañas persuasivas, como la demagogia, o en tradiciones antidemocráticas, como el voto de familia, que borra el pensamiento individual y lo colectiviza, en numerosas ocasiones desconociendo el individuo lo que elige o estando forzado a hacerlo en contra de su voluntad. Al final, todas las acciones del intelectual parecen repercutir directamente en las circunstancias de su tiempo.

Una de las formas más eficientes de influir en la sociedad contemporánea que tiene un intelectual es inmiscuyéndose en la política estatal. Pese a estar muy denostada por la mayor parte de la ciudadanía, en realidad esta es la única guisa de modificar cualquier injusticia, ya que manifestaciones o propuestas escritas no son siempre atendidas por los gobiernos, que suelen estar centrados en imponer medidas previamente redactadas en su programa y desoyen todo lo que venga del exterior, de la ciudadanía, cuya opinión consideran casi única y exclusivamente en épocas de campaña. El resto del tiempo, tanto el gobierno de los estados como la política partidista se basan en relaciones sociales endogámicas. En ellas, los sujetos que están dentro de la profesión y dicen representar a una parte del pueblo discuten acaloradamente sobre determinados asuntos en un debate cerrado y excluyente dentro del que se dicen cosas “en nombre de la democracia” que la propia democracia no habría justificado nunca. El verdadero pueblo, así como su voz, nunca llega a entrar en el seno de esta dialéctica.

Siendo esto así, el hecho de que un individuo bien instruido, analítico, culto, que no entre en el juego demagógico y que no tenga intereses que vayan más allá de servir a aquellos que han depositado su confianza en él entre en política es interesante. Muchas veces, el panorama puede ser hasta salvífico; si el intelectual ha comprendido verdaderamente los problemas a los que se enfrenta y tiene un conocimiento avanzado de lo que debe hacer para atajarlos, no tiene más que rodearse de otros ilustrados con saberes específicos elevados en cada uno de los asuntos relativos a las funciones ministeriales y establecer un programa de reformas acorde, en todos sus matices y tecnicismos, a las peticiones populares. De cualquier manera, el caso descrito es casi una utopía. Incluso asumiendo que el intelectual puede llegar a ascender al poder sin mayor problema - y este aspecto se tratará a continuación -, la correcta realización del programa de reformas establecido puede verse interrumpida por fenómenos globales y externos a la organización propia del país, tales como una crisis económica mundial, como vimos en 2007, o el alto impacto de una enfermedad emergente, como  la dura pandemia de coronavirus que tuvo su origen en Asia hace poco más de dos años y repercutió enormemente en la organización de todos los países del mundo.

El cumplimiento de la voluntad popular, a su vez, tampoco está garantizado una vez el intelectual ha logrado formar un gobierno con otros ilustrados; los acuerdos económicos con distintas organizaciones pueden resultar difíciles. Por lo general, las voluntades populares suelen tener un carácter más bien afín a la izquierda política, ya que emanan de individuos, por lo general, en una situación precaria, que requieren de una mejora íntegra del sistema, quien por lo general está de parte de políticas neoliberales y puramente capitalistas. Así, llegar a un consenso beneficioso tanto para el trabajador como para el propietario con una gran empresa - que, en términos generales, se preocupa más por la productividad, los ingresos o la competitividad que por las condiciones de trabajo o los salarios de sus integrantes - puede ser difícil. De todos modos, esta explicación es una vulgar simplificación de la realidad, que comprende muchos más matices; no es la intención de este escrito la de detallar cómo deben proceder los gobiernos de intelectuales ni las dificultades que puedan hallar durante su mandato.

Volviendo al paréntesis que realicé al principio de la página, el ascenso al gobierno de un país por parte de un intelectual no es tarea fácil. Más, si cabe, si las intenciones son realmente transparentes y benévolas y el imperativo moral del candidato le implora desmarcarse de instituciones previas que puedan haber tenido problemas con la justicia o la corrupción en tiempos pretéritos. Así, para realizar su proyecto, el intelectual, si es persona honesta y justa, tiene prácticamente la obligación de iniciar su periplo político en una organización de nueva creación, que nazca con sus ideas y no las de otro, para que así quede clara la unicidad del proyecto y este se aparte de la tradicional estructura política de la nación. Las dificultades pueden iniciarse cuando la campaña comienza; por lo general, la mayor parte de los ciudadanos, de base, si no ocurren acontecimientos inesperados y muy impactantes que hagan a las fuerzas políticas históricamente establecidas tambalearse, votarán siempre a los partidos tradicionales. Tal es el caso de España, donde desde hace más de cuarenta años se alternan siempre en las elecciones los dos primeros puestos el Partido Popular y el Partido Socialista. A pesar de esto, cabe mencionar que en la última década se han disparado los votos a organizaciones de nueva creación, por lo que la hegemonía de las fuerzas tradicionales se ha visto en algunos momentos amenazada. Retornando al panorama general, hemos de ser realistas; los intelectuales no tienen una victoria fácil si su carrera política parte de un partido nuevo. Teniendo también en cuenta la visión negativa que gravita alrededor de los intelectuales, que son considerados en ocasiones personas que se quedan en la superficie de la palabra y rara vez impulsan un cambio, el panorama es todavía más desalentador.

Pese a que hemos mencionado que el intelectual ha de ser un individuo inmiscuido en los asuntos de su tiempo, más de una vez a este le es difícil relacionarse con su mundo. Su alto nivel cultural, su ambiente social u otros factores pueden hacer que el ilustrado, a pesar de estar al tanto de todas esas “vicisitudes del género humano”, no se comunique de manera adecuada en su presentación al potencial electorado. Podemos ver un ejemplo claro en Mario Vargas Llosa durante su campaña por las elecciones presidenciales de Perú en 1990. Su discurso pulcro, detallado y magistral aburría a los oyentes, que estaban cansados de grandes palabras y verdaderamente ansiosos de oír acerca de las grandes y repetidas propuestas, como el régimen subsidiado o la vivienda universal gratuita. Vargas Llosa en realidad era realista y acorde a sus ideas; no se hallaba dispuesto a transigir tan fácilmente ante tales propuestas. Pese a que tenía el respaldo de los intelectuales y de la clase media-alta, aquel discurso excesivamente culto y repulsivamente honesto en sus propuestas no terminó de calar nunca entre las clases populares, produciéndose así ese efecto endogámico tan característico de la intelectualidad, en el que el producto de la inteligencia no se difunde entre gran parte de la sociedad y únicamente sirve para que aquellos que ya sabían de antemano todo lo contenido en este lo aplaudan con vehemencia y sin efecto alguno. Alberto Fujimori, quien acabó siendo, a efectos prácticos, mucho más negativo de lo que pudo ser Vargas Llosa, sí supo canalizar, aunque de manera demagógica y deshonesta, las voluntades del pueblo peruano, que lo eligió como su representante ante el vilipendiado Llosa. Posteriormente, eso sí, se hizo justicia; Fujimori pasaba sus días en la cárcel mientras Mario Vargas Llosa recogía el Premio Nobel de Literatura.

Uno de los razonamientos - aunque más bien es mantra - con menor fundamento y que sin embargo más se repite entre la propia comunidad intelectual es aquel que dice “los intelectuales no tenemos ideología, somos ajenos a la política”. Este planteamiento es absurdamente pueril y directamente falso. Quién sabe si puede incluso tratarse de una artimaña para esconder una justificación ante ciertos posicionamientos extremos.

Si consideramos que la ideología es el conjunto de convicciones de un mismo individuo acerca de los diferentes aspectos sociales, económicos y culturales vigentes en el mundo, está claro que todos tenemos una. Los intelectuales más, incluso. ¿Acaso no tiene cualquiera una opinión acerca del papel que ha de desempeñar la Iglesia en asuntos del Estado, por ejemplo? El problema es,  como he señalado antes, que este pensamiento, que tiene más de bula o eximente de culpa que de pensamiento, aparece únicamente para encubrir ciertas posiciones extremas y moralmente reprobables. Otro error existente relativo a este aspecto es el de asociar política con partidos; pese a que exista una conexión directa en el seno de las instituciones de las naciones democráticas de todo el mundo, cuando hablamos de aspectos puramente idealistas - sin que esto tenga que significar la permanencia de lo relatado en un mar especulativo, impráctico e inmaterial -, la ideología no tiene por qué estar vinculada a ninguna formación partidista. Sí está vinculada de manera irremediable con la política. Recordemos que el término tiene su origen en el griego, concretamente en Aristóteles, donde Πολιτικά significa “asuntos de las ciudades”. No se contempla, analizando la etimología de la propia palabra, la existencia de partidos. Una conversación acerca de asuntos que guarden relación con la vida social y administrativa del Estado es ya, en el sentido estricto de la definición, una conversación sobre política. Por lo tanto, no, los intelectuales en ningún caso son ajenos a la política ni están faltos de ideología; más bien, dados sus supuestos elevados conocimientos generales, tienen bastante más ideología y son mucho más “políticos” que la enorme mayoría de la población. Algo muy distinto es, por supuesto, que estos no se adscriban a ninguna organización. En tal caso, no hay nada que pueda discutirse, ya que el acto de la inscripción depende de la propia voluntad de cada uno.


*   *   *

Algo que está muy arraigado en el seno de la comunidad científica, que al fin y al cabo sí que participa en la vida intelectual, ya que sus logros y avances repercuten directamente  en el día a día de toda la sociedad, es que los científicos no tienen ideología, ya que esta les obstaculizaría a la hora de realizar e interpretar sus investigaciones; pareciera en muchas ocasiones que estos se encuentran por encima de toda consideración política, social o cultural y viven en el imperio de una razón absoluta e inquebrantable.

Esto también es fácilmente desmontable con algunos ejemplos históricos, aunque hay que matizar que es cierto que la relación de los científicos con las ideas políticas y sociales, especialmente en el campo de las matemáticas, es mucho más superficial que la de filósofos o historiadores, por ejemplo. Stephen Jay Gould, uno de los paleontólogos y evolucionistas más conocidos de la segunda mitad del siglo XX, escribió todo un libro (La falsa medida del hombre) acerca de cómo la ciencia de los últimos tiempos (finales del siglo XIX y principios del siglo XX) había intentado a la vez afirmar la naturaleza hereditaria de la inteligencia y negar su componente educativo y social para así poder perpetuar y justificar situaciones sociales injustas, argumentándolas desde una supuesta inferioridad intrínseca a algunos seres humanos. El autor mencionó al principio de la obra al economista Gunnar Myrdal, quien negó en 1944 la idea de una ciencia - o, más bien, una comunidad científica - ajena a toda ideología. Algunos de los extractos más destacados de este afamado pensador son los siguientes:

“Las influencias culturales han establecido nuestras ideas básicas acerca de la mente, el cuerpo y el universo; son ellas las que deciden qué preguntas formulamos, las que influyen sobre los hechos que vemos, las que determinan la interpretación que damos a esos hechos, y las que dirigen nuestra reacción ante esas interpretaciones y conclusiones.”

“Tanto en Norteamérica como en el resto del mundo, han estado asociadas con ideologías conservadoras e incluso reaccionarias. Durante su larga hegemonía, ha habido una tendencia a aceptar en forma incuestionada la causalidad biológica, y a admitir las explicaciones sociales sólo cuando las pruebas eran tan poderosas que no quedaba otra salida. En las cuestiones políticas, esta tendencia favoreció una actitud inmovilista.”

Jay Gould agregó en su obra a estas citas otra de Condorcet, que ciertamente resume con exactitud la relación de la ciencia con determinados movimientos o ideas sociales intransigentes:

“Convierten a la naturaleza misma en un cómplice del crimen de la desigualdad política.”

En algunas ocasiones, la relación de los intelectuales con la sociedad puede sufrir una inversión. Normalmente, son ellos los que influyen con sus ideas en el progreso social y político, pero otras veces ha ocurrido lo contrario; han sido los acontecimientos políticos y sociales los que han determinado el progreso intelectual - humanístico-científico -. Volviendo a Jay Gould, este expuso en su libro lo siguiente:

“Un espejo que refleja tanto en los buenos tiempos como en los malos, en los períodos de creencia en la igualdad como en las eras de racismo desenfrenado. El ocaso de la vieja eugenesia norteamericana se debió menos a los progresos del conocimiento genético que al uso particular que hizo Hitler de los argumentos con que entonces solían justificarse la esterilización y la purificación racial”

El ensimismamiento de los intelectuales con un mismo asunto - en este caso, la eugenesia - ha llegado así a ser erradicado de manera brutal por la violencia de las circunstancias históricas que se respaldaban sobre el mismo, con lo que se puede establecer una relación vinculante entre la coyuntura política y social y los temas que se explotan en el campo científico. Algo similar pasó con la Teoría de la Relatividad de Einstein, a la que cien científicos alemanes se opusieron en la obra Cien autores contra Einstein por motivos mucho más ideológicos que científicos. (Recordemos que el nazismo estaba en pleno auge en Europa y Einstein era judío).

*   *   *

Con frecuencia podemos encontrarnos con individuos que, si bien en su juventud fueron revolucionarios y subversivos, ahora hacen gala de unas ideas inmovilistas y conservadoras. Es un fenómeno bastante frecuente en la comunidad intelectual, que suele estar compuesta por personas muy conservadoras antaño ferozmente críticas con el sistema. Más allá de juzgarlas - la ideología de cada uno es pura elección personal -, me gustaría tratar de explicar los posibles motivos de este común viraje.

Hemos recalcado con anterioridad que los ilustrados han de estar conectados a la realidad contemporánea y reflexionar acerca de esta de manera constante, independientemente de su posición socioeconómica y del grado de resolución y facilidad de su vida privada; esto último puede ser el tornillo oxidado del engranaje de la “intelectualidad del estatismo”. En múltiples ocasiones, la reacción crítica ante el sistema que se produce cuando el intelectual es joven no es una defensa de los derechos y la dignidad ante una gran injusticia universal, sino un mecanismo de protección de “lo propio”; el intelectual, al verse afectado por la injusticia, lucha de manera vivaz contra aquello que lo oprime, y conforme lo consigue y recibe determinado reconocimiento, comienza a destacar en muchos más aspectos de su vida. La condición socioeconómica, por lo tanto, empieza a ascender, haciendo que el intelectual, antaño subversivo, se acomode al estado de inmunidad ante las injusticias que confiere casi en todas las circunstancias el tener una posición económica elevada. Así, al igual que en un inicio el intelectual defendía el progreso y la erradicación de las injusticias por verse severamente afectado por ellas, ahora hará lo contrario; intentará mantener el sistema de poderes e injusticias del sistema para así no verse afectado por los posibles cambios. En definitiva, el intelectual habrá sucumbido, por su actitud egoísta, ante el privilegio del estatus socioeconómico. Cuando el “yo” comienza a pesar más que el “nosotros”, se produce en el ilustrado una enajenación respecto a los problemas de la realidad contemporánea; estos dejan de parecer relevantes y pasan de ser asunto de reflexión a ser el centro de sus críticas. Siendo la quintacolumna del sistema imperante e injusto, lo único que consiguen los intelectuales es exponer una actitud egoísta e individualista y una grave ausencia de empatía y conciencia social. Con esta actitud, similar a un acto de ceguera voluntaria, lo único que el ilustrado logra es renunciar a su condición de homo universi, y, por lo tanto, a la propia conditio sine qua non para poder considerarse parte de la intelectualidad.  

Así, al aspirar a ser un intelectual de pleno derecho, el individuo ha de olvidarse, al menos en su faceta pública e influyente, del “yo”, para poder ser una canalización del “nosotros”. Superar las voliciones del ego para ponerse al servicio del mundo es uno de los mayores retos que tiene un intelectual, y la adecuada realización del proceso, tanto en el plano teórico como en el plano práctico, es garantía de que el individuo será siempre fiel a unas ideas justas e indómitas que jamás se dejarán corromper por el privilegio de clase o las luces de neón del reconocimiento social. El intelectual ha de ser combativo con la desigualdad y la injusticia, y su modus operandi debe estar marcado por una actitud de constante crítica hacia aquello establecido de manera no unánime; incluso cuando ciertos derechos y deberes justos han sido conquistados, debe seguirse buscando otra iniquidad susceptible de ser erradicada y reformada. De esta manera, el intelectual comienza y acaba su actividad vital de la misma forma; criticando, reformulando y proponiendo, con el objetivo de mejorar la realidad en la que le ha tocado vivir.

Por último, cabe recalcar que una de las funciones más relevantes de los intelectuales es la de luchar contra el antiintelectualismo. Como se ha mencionado al inicio de este artículo, el antiintelectualismo es el culto a la ignorancia y al desconocimiento. Aquellos que lo espolean suelen proclamar la inutilidad de los saberes humanísticos, científicos y artísticos, y especulan acerca de la existencia de un supuesto elitismo dentro de la comunidad y la actividad intelectual. De esta forma, los antiintelectualistas suelen presentarse como cercanos al pueblo y contrarios a todos los que propagan el poder del conocimiento, a quienes tachan de ser ajenos a la realidad en un acto de flagrante negación de la condición de homo universi. Detrás de estos discursos plagados de falacias y sofismas suelen esconderse intereses mucho más profundos y perversos de lo que a simple vista puede parecer. Los instigadores del antiintelectualismo están normalmente motivados por un afán individualista, inmovilista y conservador,  y por lo general están aliados, a veces incluso sin ser conscientes de ello, con aquellos que perpetúan asimetrías de poder, injusticias y desigualdades en la sociedad. Estos últimos saben bien - y temen - que una generalización del verdadero conocimiento por toda la sociedad puede hacerla despertar de la ilusión creada por el sistema de injusticias por el que se rige el mundo, y su alianza con los organismos y las estructuras neoliberales es prueba de ello. El proyecto político antiintelectualista de los poderes neoliberales comienza cuando se intenta observar la educación desde un prisma utilitario desde dentro del propio sistema educativo; se desprecia el conocimiento, bello en sí mismo, para sustituirlo por saberes prácticos y productivos de cara a una vida laboral alienante e injertada en un sistema explotador.

Esta dialéctica es falsa e interesada; los intelectuales, por su condición de homo universi, son los aliados del pueblo, que culturizado será capaz de dilucidar su verdadera voluntad y de emanciparse del régimen ilusorio impuesto por los poderes del sistema. El conocimiento, por lo tanto, es la llave de la libertad de la ciudadanía; con él se puede alcanzar la independencia de lo que digan “los otros” e influir en la vida pública con el verdadero pensamiento de uno mismo. La intelectualización del pueblo no es más que la llegada al cénit de la verdadera democracia.

En definitiva, la intelectualidad en nuestro mundo tiene unas funciones concretas e imprescindibles, entre las que se encuentran:

I. El deber de ser el elemento de apoyo para la verdadera liberación de la ciudadanía y la instauración de una auténtica democracia.

II. El deber de ser crítica con las injusticias de nuestro mundo.

III. La obligación de tener un compromiso independiente de su propio estatus social con el progreso de la humanidad y la eliminación de las desigualdades.


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